gráfica: Clarin |
POR LILIANA
HEKER ESCRITORA. ENTRE SUS LIBROS FIGURAN “LA MUERTE DE DIOS” Y “EL FIN DE LA
HISTORIA”
30/06/12 CLARIN
Viejos son los otros.
Esa es la sensación de una mujer que al cumplir los veintidós sufrió una crisis
de llanto, pero que ahora respeta los años como su mejor patrimonio. Lo vivido
le permite mirar con ganas y energía todo lo que aún le queda por hacer.
Diferentes épocas. Liliana, la autora de este texto,
a los 22 años, poco antes de que se publicara su primer libro.
Estoy
sentada en el segundo asiento del 28, sumergida en el transitorio estado de
levedad que me provoca cualquier viaje, por corto o colectivesco que sea,
siempre que esté sentada y consiga aislarme del entorno: es una buena ocasión
para soltar amarras y echarme a navegar. Distraídamente miro hacia la puerta y
veo que sube una señora mayor .
Cierto reglamento interno que me pilotea desde el
origen me impulsa a ponerme de pie y cederle el asiento. Si el acto se
completa, ocurrirá que unos segundos después, desde mi condición de
pasajera-a-pie (rápida ojeada hacia abajo), seré atravesada por una pregunta
que me va a dejar perpleja. Pero si la pregunta irrumpe antes de que le deje el
asiento a la señora mayor, voy a poder frenarme a tiempo.
¿Mayor que quién? Porque abruptamente habré
recordado que me faltan pocos meses para cumplir setenta años y (rápida ojeada
hacia arriba) es muy probable que la mujer cristalizada por mí en una
senectud sin remedio sea menor que yo. Querida, voy a pensar un poco desafiante
desde mi asiento, ¿sabés cuántos años tengo yo? Sin ninguna culpa, voy a
regodearme en el mal humor de la mujer, quien (pienso) seguramente estará
pensando qué maleducada esta chica que no me cede el asiento y encima me mira
desafiante . Porque estoy convencida de que la mujer jamás creería que
tengo la edad que tengo. Pero la que en realidad no cree del todo que tiene la
edad que tiene, soy yo.
Digamos, aunque suene grotesco, que algo dentro de mí
aún aletea y arde en un tiempo sin edad . Y aunque soy consciente de
mis años y los pongo sobre la mesa en toda circunstancia que se presenta (cosa
que, doy fe, provoca cierta incomodidad en los otros, como si los años –sobre
todo los años de una mujer– fueran un tema tabú) y sostengo que no hay que falsear
la edad porque los años vividos son el patrimonio que una tiene, sobre
todo si es escritora, y sé que mi cara debe revelar sin mayores subterfugios
esa edad, aun así, no puedo ser sino a través de esa que aún arde y
aletea.
Es rara esa duplicidad: saber la carga cultural que
acarrea el número de años que una tiene y, al mismo tiempo, sentirse
extranjera respecto de ese número. Una tarde, me acuerdo, yo estaba tomando
mate con mi madre, y ella, refiriéndose a una de sus hermanas que se negaba a
salir y ya no se arreglaba, con esa falta de escrúpulos que siempre la
caracterizó, me dijo: “Ya no la aguanto más: parece una vieja de ochenta
años ”. Lo curioso es que mi tía, en ese momento, tenía ochenta y uno, y
mi impiadosa madre, ochenta y tres. Su construcción mental de las viejas de
ochenta años no se correspondía con su propia persona; nunca pronunció, refiriéndose
a sí misma, la palabra “vieja”. Lilúshkale, me dijo en su yiddish sui generis
el día en que cumplió ochenta y cuatro, ya me estoy poniendo grande .
Sin embargo, podía hablar con naturalidad de su edad,
y de lo que eso significaba en vida vivida, sólo que para ella, hasta el día en
que perdió la conciencia, las viejas de ochenta años siempre fueron las otras.
Esa tarde del mate el comentario de mi madre me dio risa; no me di cuenta, en
ese momento, hasta qué punto me iba a parecer a ella. O ya me estaba
pareciendo. Porque la sensación de extrañeza respecto de mis años había
empezado mucho tiempo atrás , tal vez cuando cumplí los treinta, sólo
que, por entonces, me faltaba mucho para descubrir las posibilidades del
omóplato; a duras penas me había librado del síndrome de la cornisa .
El síndrome de la cornisa me había acechado desde la
adolescencia y básicamente se resumía en esta pregunta: “Si ahora mismo se me
cae esa cornisa encima, ¿qué va a quedar de mí?”. La respuesta era impiadosa:
“Cuatro o cinco cuentos, nada más que eso”.
Un episodio puede ilustrar lo que quiero decir.
Ocurrió un 9 de febrero, en Mar del Plata, en la casa de la madre de Raúl
Escari. Yo cumplía 22 años y, cuando todos se disponían a festejarme ,
caí en una inmoderada crisis de llanto. Reconozco que el whisky debe de haber
ayudado, pero el hecho es que yo fui atacada por la conciencia (y juro que era
una conciencia aguda y dolorosa) de que había arribado a mi vigésimo segundo
cumpleaños sin haber cumplido esatarea grandiosa que me había propuesto hacer.
Vista desde afuera, tal vez seguía siendo precoz: estaba terminando mi libro Los
que vieron la zarza , era subdirectora de El escarabajo de Oro(revista
que dirigía Abelardo Castillo), llevaba publicadas varias críticas que hasta me
hacían parecer alta. Pero dentro de mí sólo contaba lo no realizado, y eso era
absoluto. Lo que no había hecho hasta ese momento, no estaba hecho y se acabó:
se trataba de una meta incumplida, de un sueño mentiroso.
El futuro sólo tenía sentido para mí en términos
ideológicos; aplicado a lo personal, era un vocablo de libro de lectura, una palabra
hueca . Si alguien, en una conversación casual, llegaba a jugar con la
idea de mis hipotéticos cuarenta o cincuenta años, lo que me invadía era una
sensación de asco.
Unos meses antes de cumplir los treinta entré en
pánico. Estaba segura de que algo me iba a pasar. Alguien como yo, pensaba (y
quería decir “alguien que anda por la vida explotando sus aires de
adolescente ”), no puede cumplir treinta años. Pero los cumplí y el mundo
no se vino abajo. Mi cara no cambió de golpe (sin duda había empezado a cambiar
mucho antes sin que yo hubiera querido notarlo: la cara, por fortuna, siempre
cambia, si no seríamos monstruosos ), y nadie –ni siquiera yo– caía
desmayado cuando, interrogada sobre mi edad, respondía: “Tengo treinta años”.
Lo cierto es que este incidente de mi vida me llevó a
reflexionar tan a fondo sobre la categoría balsaciana de “la mujer de
treinta años” en la cual me negaba a encajar, y sobre la carga cultural que
una cree que deberá sufrir sobre la espalda por el solo hecho de cumplir
treinta años, que me creé antídotos contra cualquier cambio posterior de
década.
Aprendí que una sin duda cambia, y a veces a saltos,
pero no prolijamente cada diez años. Y aprendí también que no todo cambio
es destrucción .
La cornisa sigue estando al acecho, cada vez más
probable, pero solo en ocasiones pienso en ella. Y el estado de inminencia –lo
que no hice hasta ahora no está hecho y se acabó– poco a poco se fue
transformando en su opuesto. Paradójicamente, a medida que el futuro –según
toda previsión lógica– se me achica, yo, cada vez más, tengo la convicción
–irrefutable, por otra parte– de que en cada segundo, ahora mismo mientras
anoto estas palabras, me queda toda la vida por delante. Todo lo que no
escribí, todo lo que no leí, todo lo que quise ser y no fui, todo lo
que no, aún está por hacerse. Y eso me reconforta: alguien tan incompleto como
yo tiene buenas posibilidades de mejorar con el tiempo.
Será que nunca fui bendecida con ese tipo de juventud
resplandeciente que habrá de ser muy doloroso ver esfumarse con el paso de
los años . No tuve cintura de avispa, ni pechos desbordantes, ni caderas
turbulentas, ni una cabellera salvaje que me rodeara como un aura: nada que
pueda caerse, o ablandarse, o engrosarse demasiado; tampoco un talento
espontáneo por el que las estrofas algún día me hayan brotado como agua de
manantial.
Cuando tenía veinte años, en una mesa de Bachín ,
Alba Mujica, que leía las manos, miró mi palma y, sin ninguna consideración por
misínfulas de chica precoz , me dijo: “No sos el Niño Jesús, y tampoco sos
Mozart”. Debió decir más cosas pero eso es lo único que recuerdo porque me dio
justo en la matadura. “Nena (leí debajo de sus palabras), lo que quieras
conseguir, sea un cuerpo elástico o una página legible, lo vas a tener que
conseguir a fuerza de trabajo”. Y así ando. Como cualquier proletario del
mundo, en cuanto a los dones dorados de la juventud, no tengo mucho que perder.
¿Ciertos chorros de alegría que me atravesaban en la adolescencia? He
descubierto con sorpresa que eso no se pierde, es lo que, desprevenidamente, meimpulsa
a levantarme del asiento cuando sube al colectivo una señora mayor. Todo
lo demás me queda por hacer.
A los treinta y dos años, en mi cuento La
sinfonía pastoral , la protagonista escribe: “A veces tengo la sensación
de ser una especie de bofe pensante dejado en el mundo sin forma ni destino
pero con infinitas posibilidades: tener una cara, escribir libros, hacer la
vertical”. Me pregunto: ¿Sabía realmente ella los alcances de lo que estaba
diciendo? Concebía esa que se situaba con cierto horror a las puertas de sus
treinta y dos años, a esta que ahora, sin horror, se sabe a las puertas de los
setenta? No lo creo. En esa época, a mí las edades futuras todavía me
provocaban un vértigo que se parecía a la náusea .
Claro que (y en el cuento se advierte) yo ya estaba
preguntándome sobre el trabajo del tiempo, pero en ese tiempo, mi tiempo de
entonces. Me quedaba mucho por descubrir, varias luchas que emprender .
Ese es el gran dilema: cuándo me voy a entregar dócilmente al trabajo de los
años. ¿Existirá ese momento o, como quiero decidirlo ahora, la muerte me
va a encontrar triunfante , en la actitud de cederle el asiento a una
señora mayor? No lo sé. Por el momento, sigo recogiendo el guante.
La vertical me está saliendo mucho mejor que a esa
mujer de treinta y dos que no sabía para qué lado bajar las piernas; y el saque
me sale mal pero poco a poco va mejorando .
Sé que debo perfeccionarlo, de eso no hay duda, pero
¿acaso no me queda toda la vida por delante? Hace poco descubrí mi omóplato
derecho. Resulta que, vaya a saberse por cuáles avatares de la vida, hacía
décadas que, sin saberlo, lo tenía bloqueado. Caramba, me digo,
mientras frenéticamente lo muevo frente al espejo, si aun sin ese omóplato
manejé el mouse, cargué paquetes de revistas y aprendí tardíamente a jugar al
tenis, ¿qué no voy a conseguir con mi omóplato en la plenitud de sus aptitudes
motrices? Un sinfín de posibilidades se abre ante mí. Todo es nuevo porque todo
es mirado por mí a la luz de una edad que me era desconocida.
Considerada así, la vida es bastante interesante. No me engaño. A veces, cuando
subo al colectivo, un muchacho con walkman o una chica de rulos me cede el
asiento. Me ha cosificado en mis años y tiene derecho. Yo me
sorprendo un poco pero aprovecho la volada y me siento. Es una buena ocasión
para que suelte amarras y me eche a navegar.
EL BLOG OPINA
Los setenta
marcan un hito en la vida de muchos mortales como nosotros. A llegar a los
setenta sos un viejo hecho y derecho; nadie te puede quitar ese honor, ni
siquiera arrebatarte los años que cargás encima. Es tu más caro patrimonio, venerable
y privilegiado, porque tuviste la suerte de no
quedarte en el camino. Es la puerta de la vejez más auténtica para
disfrutar de la vida y de recordar lo vivido.
De aquí en adelante, lo que Dios quiera…