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sábado, 24 de agosto de 2013

La ejecución de Dorrego, según José Tomás Guido


Tras la sublevación de Juan Lavalle, el 1º de diciembre de 1928, el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, militar independentista de la primera hora y partidario del federalismo, Manuel Dorrego, se refugió en las afueras de la ciudad, más precisamente en Cañuelas. Allí, apenas tuvo tiempo de pensar lo que había ocurrido en los últimos tiempos: la disolución del gobierno nacional de Rivadavia, su asunción como gobernador, el arreglo del fin de la guerra con el Brasil y la independencia de la Banda Oriental, la crisis de recursos, los enemigos de la causa federal que reagrupaban sus fuerzas.

La rebelión inspirada por Lavalle, José María Paz y Salvador María del Carril, entre otros, había logrado rápidamente hacerse del gobierno porteño. No eran pocos los que seguían a Dorrego y buscarían recuperar el poder. El 9 de diciembre, se encontraron las tropas de Dorrego y las de Lavalle en Navarro, 100 kilómetros al sudoeste de la capital.

Las tropas de Dorrego eran tres veces superiores, pero las de Lavalle traían la amargura de la derrota con el Imperio de Brasil convertida en fuerza. Fueron, de hecho, las propias fuerzas del depuesto gobernador las que se rebelaron ante la derrota, tomando prisionero a su jefe.

En esas circunstancias, Dorrego solicitó el destierro a los Estados Unidos, propuesta que no desagradaba a muchos de los líderes rebeldes y que reclamaron diplomáticos ingleses y franceses. El mismo general y terrateniente Díaz Vélez había considerado en carta a Lavalle: “...estoy persuadido de que Dorrego no debe morir. Los males que ha causado son grandes, pero la dignidad del país, a mi ver, así lo exige”.

Pero hombres como Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril empujaban en otra dirección, y Lavalle se encontraba entre ellos. El nuevo gobernador bonaerense ordenó la ejecución del líder federal al llegar al campamento, el 13 de diciembre de 1828. El mismo día, Lavalle informó a Buenos Aires: “Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir… Quisiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puede hacer en su obsequio”. 
Recordamos las circunstancias de su ejecución, sus funerales, realizados un año después de su muerte, y algunos rasgos salientes de su personalidad con las palabras que publicara José Tomás Guido, uno de sus primeros biógrafos, más de cincuenta años después de aquellos luctuosos sucesos.
Fuente: José T. Guido, Biografía de Manuel Dorrego, Buenos Aires, Imprenta y Librerías de Mayo, 1877, 44-50.
Dorrego (…) pidió a La Madrid, compadre suyo, le acompañase al lugar de la ejecución. Éste contestó: “No tendré valor para presenciar la muerte de un amigo”. Quiso a lo menos cambiar de chaqueta con él. Hecho esto, y después de entregarle otras prendas de su uso, como memoria a sus dos hijas que iban a ser huérfanas, dijo: “Ya estoy pronto”. Se le instó subiese a un carruaje, porque había que andar alguna distancia, a lo cual replicó: “No: mis piernas están tan firmes como mi corazón”.
Pónese en marcha: ninguna insignia decoraba su traje. Una corbata negra ocultaba las gloriosas y antiguas cicatrices de su cuello.
Al llegar al cuadro formado en medio de todo el ejército, saluda cortésmente al oficial de la escolta que le acompañaba. Se postra para recibir del ministro de Dios su última absolución. En seguida, levantándose, pide un abrazo al oficial encargado de mandar el fuego, y le recomienda transmitir en su nombre esta señal de cariño a todos sus compañeros.
Se vendan sus ojos animados por la llama de un sentimiento sublime; y en el instante mismo en que se escondía el sol de aquella tarde, resonó la horrible detonación de las armas que arrancaron en su verdor la vida de Manuel Dorrego. El cadáver del Jefe supremo de la República permaneció arrojado por algunas horas, hasta que se le dio humilde sepultura, sin féretro, cerca de la capilla del pueblito.
La noticia cayó en Buenos Aires como un rayo. No se veía en todos los semblantes sino la consternación o el temor.
Unas modestas exequias anunciadas a los pocos días en San Francisco atrajeron un concurso extraordinario en que todos pagaron el tributo de la más viva sensibilidad.
Un año después, el pueblo entero asistía durante tres días a los funerales decretados por el gobierno del general Viamonte. (sic) Exhumados los restos fueron conducidos decorosamente a San José de Flores. Ese vecindario asistió a los sufragios religiosos, y al panegírico que produjo honda sensación. Siguió el convoy a Buenos Aires, depositando los despojos mortales en la iglesia de la Piedad, de donde fue a recibirlos el Gobierno para transportarlos a un salón del Fuerte convertido en capilla ardiente. En ella se dijeron misas desde las cuatro de la mañana hasta las diez. Las preces del clero y de los ciudadanos dieron a ese lugar el aspecto de una romería a la tumba de un mártir o de un apóstol en los orígenes del Cristianismo.
La Catedral recibió ese depósito en un catafalco donde fue colocado por cuatro generales. La pompa de la iglesia católica acompañó los ritos consagrados por ella a los difuntos. Nunca se elevaron bajo esas bóvedas augustas tantos suspiros envueltos en incienso. Se pronunció por el canónigo Figueredo una oración fúnebre que él empezó con las palabras del libro de los Macabeos sobre Jonatan. En el mismo tiempo se celebraba una misa de “réquiem” en todos los curatos de la provincia, y se había decretado un luto de tres días.
El gobernador Rosas, con todas las corporaciones del estado y con el hermano del finado, asistía a la ceremonia.
Nunca desde el tiempo en que las reliquias de germánico fueron llevadas a Roma por su viuda se había visto a un pueblo lamentar más sinceramente la pérdida de uno de sus hijos.
Después, un carro de forma antigua y arrastrado por los ciudadanos, atravesó lentamente la ciudad. Los inválidos, los ancianos, los mendigos, los niños de las escuelas, seguían las filas compactas de un cortejo brillante que parecía interminable. Todo el ejército hacía los honores prescriptos para los Jefes Supremos de las Naciones. Durante el trayecto, guirnaldas de flores eran arrojadas  sobre el carro por las manos de la belleza.  Las salvas de artillería de los fuertes y de las estaciones navales retumbaban cada cuarto de hora durante todo el día, y se mezclaban a las graves armonías de una música triunfal.
Disipábanse ya las últimas vislumbres de la tarde, cuando esa marcha terminó en el cementerio. Allí Rosas leyó al reflejo de una antorcha este discurso: “¡Dorrego! ¡Víctima ilustre de las disensiones civiles!  Descansa en paz… La Patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer magistrado de la República, sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra en la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible. Vuestra tumba, rodeada en este momento de los representantes de la Provincia, de la magistratura, de los venerables sacerdotes, de los guerreros de la independencia, y de vuestros compatriotas dolientes, forma el monumento glorioso que el gobierno de Buenos Aires os ha consagrado ante el mundo civilizado… monumento que advertirá hasta las últimas generaciones, que el pueblo porteño no ha sido cómplice en vuestro infortunio… Allá, ante el Eterno, árbitro del mundo, donde la Justicia domina, vuestras acciones han sido ya juzgadas: lo serán también las de vuestros jueces, y la inocencia y el crimen no serán confundidos… Descansa en paz entre los justos… Adiós, Dorrego, adiós para siempre”.
Las palabras que acaban de leerse eran dignas de la ocasión. Dominaba en ellas la razón de Estado; pero la historia, y aun la biografía, tienen la misión de dar a las acciones humanas su nivel, y austero culto a la verdad.
El examen atento del carácter y de los hechos de Dorrego no le presentan como un modelo del militar y del ciudadano en su significación más elevada. Faltó frecuentemente a uno de los primeros deberes del soldado, que es la subordinación. Como republicano, no tuvo la pureza que admiramos en otros ciudadanos. Halagó pasiones de la muchedumbre, y no fue escaso de promesas a sus amigos ni de sarcasmos a los que no lo fueron. Abusó de los resortes electorales, aprovechando los elementos que estaban más a mano. Alentó la vanidad  de caudillos, que él miraba como instrumentos de su elevación. Su correspondencia con ellos deja traslucir el deseo inmoderado de suplantar a sus rivales. El elogio a esos corresponsales no podía ser sincero, y cuando en una de sus cartas ofrecía al gobernador vitalicio de Santiago, don Felipe Ibarra, enviarle una espada de oro, reiría interiormente del dudoso mérito del correligionario. Tales defectos magnificados por sus enemigos, prepararon quizás la catástrofe. Pero ésta es solamente una faz de su figura histórica. Sus talentos fueron sobresalientes. Tenía las mejores dotes del tribuno popular y del orador parlamentario. Nadie le aventajó en la claridad y en la rapidez de concepción entre sus colegas del Congreso General Constituyente. Su corazón simpatizaba con todo lo grande y con todo lo bueno. Sintió con vehemencia el amor, la amistad, la admiración. Ardiente en los combates tuvo horror a la sangre y clemencia con el vencido, llegando a cubrir con sus propios vestidos al enemigo caído. Pagó el mal haciendo todo el bien posible, y salvando a sus perseguidores. En fin, durante su gobierno, desplegó para con sus opositores de la víspera una moderación que hubiera debido desarmarlos.
Sorprendido por la muerte sentía en su pecho el fuego juvenil, la vio llegar con la serenidad de un soldado argentino, y con la mansedumbre de los héroes cristianos.
Parecía que entre un ser tan noble y el cadalso había la distancia inconmensurable del zenit al ocaso.
Hubo sin embargo quien osó arrebatar a la naturaleza sus derechos y a la justicia su balanza. Las leyes divinas y humanas fueron conculcadas por el general don Juan Lavalle en ese cruento sacrificio. ¿Qué víctima era ésta, coronada con los laureles de la independencia americana, y rodeada de primicias de la paz que acababa de ofrecer a su patria? Dorrego, glorioso e inocente, era inviolable. Jamás soldado alguno arrojó sobre su conciencia mayor responsabilidad que Lavalle. Su ignorancia del derecho público, o su odio inconcebible, no disminuyen la magnitud del atentado consumado por su rebelión.
Así, ni los antecedentes esclarecidos de este general, ni su empresa para derrocar la dictadura, bastarían a redimirle, si su arrepentimiento tardío y su fin lamentable no hubiesen convertido en tristeza el rubor de sus conciudadanos.
Hay algo en el fondo de este episodio lúgubre que puede modificar el criterio de la posteridad.
  
Existen razones poderosas para admitir que su fatal determinación le había sido sugerida en conciliábulos secretos por otros hombres cuyos principios le merecían absoluta confianza y por muchos de sus compañeros de armas.
Los nombres de aquellos conjurados fueron el tema de publicaciones en ambos mundos, pero no podemos, después de medio siglo, hacernos el eco de esas confidencias, cuando falta la evidencia perfecta, y cuando el error en éste casi sería la calumnia.
Hoy bajo un mismo cielo, testigo de esta inmolación, reposan eternamente casi justos, el ajusticiado de Navarro y el sacrificador. Sus urnas cinerarias, protegidas por la piedad, genio divino inclinado sobre los sepulcros, ofrecen lecciones más imperecederas que el cedro de que están fabricadas.
Cañuelas. Allí, apenas tuvo tiempo de pensar lo que había ocurrido en los últimos tiempos: la disolución del gobierno nacional de Rivadavia, su asunción como gobernador, el arreglo del fin de la guerra con el Brasil y la independencia de la Banda Oriental, la crisis de recursos, los enemigos de la causa federal que reagrupaban sus fuerzas.

La rebelión inspirada por Lavalle, José María Paz y Salvador María del Carril, entre otros, había logrado rápidamente hacerse del gobierno porteño. No eran pocos los que seguían a Dorrego y buscarían recuperar el poder. El 9 de diciembre, se encontraron las tropas de Dorrego y las de Lavalle en Navarro, 100 kilómetros al sudoeste de la capital. 

Las tropas de Dorrego eran tres veces superiores, pero las de Lavalle traían la amargura de la derrota con el Imperio de Brasil convertida en fuerza. Fueron, de hecho, las propias fuerzas del depuesto gobernador las que se rebelaron ante la derrota, tomando prisionero a su jefe. 

En esas circunstancias, Dorrego solicitó el destierro a los Estados Unidos, propuesta que no desagradaba a muchos de los líderes rebeldes y que reclamaron diplomáticos ingleses y franceses. El mismo general y terrateniente Díaz Vélez había considerado en carta a Lavalle: “...estoy persuadido de que Dorrego no debe morir. Los males que ha causado son grandes, pero la dignidad del país, a mi ver, así lo exige”. 

Pero hombres como Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril empujaban en otra dirección, y Lavalle se encontraba entre ellos. El nuevo gobernador bonaerense ordenó la ejecución del líder federal al llegar al campamento, el 13 de diciembre de 1828. El mismo día, Lavalle informó a Buenos Aires: “Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir… Quisiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que puede hacer en su obsequio”. 


Recordamos las circunstancias de su ejecución, sus funerales, realizados un año después de su muerte, y algunos rasgos salientes de su personalidad con las palabras que publicara José Tomás Guido, uno de sus primeros biógrafos, más de cincuenta años después de aquellos luctuosos sucesos.
Fuente: José T. Guido, Biografía de Manuel Dorrego, Buenos Aires, Imprenta y Librerías de Mayo, 1877, 44-50.
Dorrego (…) pidió a La Madrid, compadre suyo, le acompañase al lugar de la ejecución. Éste contestó: “No tendré valor para presenciar la muerte de un amigo”. Quiso a lo menos cambiar de chaqueta con él. Hecho esto, y después de entregarle otras prendas de su uso, como memoria a sus dos hijas que iban a ser huérfanas, dijo: “Ya estoy pronto”. Se le instó subiese a un carruaje, porque había que andar alguna distancia, a lo cual replicó: “No: mis piernas están tan firmes como mi corazón”.
Pónese en marcha: ninguna insignia decoraba su traje. Una corbata negra ocultaba las gloriosas y antiguas cicatrices de su cuello.
Al llegar al cuadro formado en medio de todo el ejército, saluda cortésmente al oficial de la escolta que le acompañaba. Se postra para recibir del ministro de Dios su última absolución. En seguida, levantándose, pide un abrazo al oficial encargado de mandar el fuego, y le recomienda transmitir en su nombre esta señal de cariño a todos sus compañeros.
Se vendan sus ojos animados por la llama de un sentimiento sublime; y en el instante mismo en que se escondía el sol de aquella tarde, resonó la horrible detonación de las armas que arrancaron en su verdor la vida de Manuel Dorrego. El cadáver del Jefe supremo de la República permaneció arrojado por algunas horas, hasta que se le dio humilde sepultura, sin féretro, cerca de la capilla del pueblito.
La noticia cayó en Buenos Aires como un rayo. No se veía en todos los semblantes sino la consternación o el temor.
Unas modestas exequias anunciadas a los pocos días en San Francisco atrajeron un concurso extraordinario en que todos pagaron el tributo de la más viva sensibilidad.
Un año después, el pueblo entero asistía durante tres días a los funerales decretados por el gobierno del general Viamonte. (sic) Exhumados los restos fueron conducidos decorosamente a San José de Flores. Ese vecindario asistió a los sufragios religiosos, y al panegírico que produjo honda sensación. Siguió el convoy a Buenos Aires, depositando los despojos mortales en la iglesia de la Piedad, de donde fue a recibirlos el Gobierno para transportarlos a un salón del Fuerte convertido en capilla ardiente. En ella se dijeron misas desde las cuatro de la mañana hasta las diez. Las preces del clero y de los ciudadanos dieron a ese lugar el aspecto de una romería a la tumba de un mártir o de un apóstol en los orígenes del Cristianismo.
La Catedral recibió ese depósito en un catafalco donde fue colocado por cuatro generales. La pompa de la iglesia católica acompañó los ritos consagrados por ella a los difuntos. Nunca se elevaron bajo esas bóvedas augustas tantos suspiros envueltos en incienso. Se pronunció por el canónigo Figueredo una oración fúnebre que él empezó con las palabras del libro de los Macabeos sobre Jonatan. En el mismo tiempo se celebraba una misa de “réquiem” en todos los curatos de la provincia, y se había decretado un luto de tres días.
El gobernador Rosas, con todas las corporaciones del estado y con el hermano del finado, asistía a la ceremonia.
Nunca desde el tiempo en que las reliquias de germánico fueron llevadas a Roma por su viuda se había visto a un pueblo lamentar más sinceramente la pérdida de uno de sus hijos.
Después, un carro de forma antigua y arrastrado por los ciudadanos, atravesó lentamente la ciudad. Los inválidos, los ancianos, los mendigos, los niños de las escuelas, seguían las filas compactas de un cortejo brillante que parecía interminable. Todo el ejército hacía los honores prescriptos para los Jefes Supremos de las Naciones. Durante el trayecto, guirnaldas de flores eran arrojadas  sobre el carro por las manos de la belleza.  Las salvas de artillería de los fuertes y de las estaciones navales retumbaban cada cuarto de hora durante todo el día, y se mezclaban a las graves armonías de una música triunfal.
Disipábanse ya las últimas vislumbres de la tarde, cuando esa marcha terminó en el cementerio. Allí Rosas leyó al reflejo de una antorcha este discurso: “¡Dorrego! ¡Víctima ilustre de las disensiones civiles!  Descansa en paz… La Patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer magistrado de la República, sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La mancha más negra en la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible. Vuestra tumba, rodeada en este momento de los representantes de la Provincia, de la magistratura, de los venerables sacerdotes, de los guerreros de la independencia, y de vuestros compatriotas dolientes, forma el monumento glorioso que el gobierno de Buenos Aires os ha consagrado ante el mundo civilizado… monumento que advertirá hasta las últimas generaciones, que el pueblo porteño no ha sido cómplice en vuestro infortunio… Allá, ante el Eterno, árbitro del mundo, donde la Justicia domina, vuestras acciones han sido ya juzgadas: lo serán también las de vuestros jueces, y la inocencia y el crimen no serán confundidos… Descansa en paz entre los justos… Adiós, Dorrego, adiós para siempre”.
Las palabras que acaban de leerse eran dignas de la ocasión. Dominaba en ellas la razón de Estado; pero la historia, y aun la biografía, tienen la misión de dar a las acciones humanas su nivel, y austero culto a la verdad.
El examen atento del carácter y de los hechos de Dorrego no le presentan como un modelo del militar y del ciudadano en su significación más elevada. Faltó frecuentemente a uno de los primeros deberes del soldado, que es la subordinación. Como republicano, no tuvo la pureza que admiramos en otros ciudadanos. Halagó pasiones de la muchedumbre, y no fue escaso de promesas a sus amigos ni de sarcasmos a los que no lo fueron. Abusó de los resortes electorales, aprovechando los elementos que estaban más a mano. Alentó la vanidad  de caudillos, que él miraba como instrumentos de su elevación. Su correspondencia con ellos deja traslucir el deseo inmoderado de suplantar a sus rivales. El elogio a esos corresponsales no podía ser sincero, y cuando en una de sus cartas ofrecía al gobernador vitalicio de Santiago, don Felipe Ibarra, enviarle una espada de oro, reiría interiormente del dudoso mérito del correligionario. Tales defectos magnificados por sus enemigos, prepararon quizás la catástrofe. Pero ésta es solamente una faz de su figura histórica. Sus talentos fueron sobresalientes. Tenía las mejores dotes del tribuno popular y del orador parlamentario. Nadie le aventajó en la claridad y en la rapidez de concepción entre sus colegas del Congreso General Constituyente. Su corazón simpatizaba con todo lo grande y con todo lo bueno. Sintió con vehemencia el amor, la amistad, la admiración. Ardiente en los combates tuvo horror a la sangre y clemencia con el vencido, llegando a cubrir con sus propios vestidos al enemigo caído. Pagó el mal haciendo todo el bien posible, y salvando a sus perseguidores. En fin, durante su gobierno, desplegó para con sus opositores de la víspera una moderación que hubiera debido desarmarlos.
Sorprendido por la muerte sentía en su pecho el fuego juvenil, la vio llegar con la serenidad de un soldado argentino, y con la mansedumbre de los héroes cristianos.
Parecía que entre un ser tan noble y el cadalso había la distancia inconmensurable del zenit al ocaso.
Hubo sin embargo quien osó arrebatar a la naturaleza sus derechos y a la justicia su balanza. Las leyes divinas y humanas fueron conculcadas por el general don Juan Lavalle en ese cruento sacrificio. ¿Qué víctima era ésta, coronada con los laureles de la independencia americana, y rodeada de primicias de la paz que acababa de ofrecer a su patria? Dorrego, glorioso e inocente, era inviolable. Jamás soldado alguno arrojó sobre su conciencia mayor responsabilidad que Lavalle. Su ignorancia del derecho público, o su odio inconcebible, no disminuyen la magnitud del atentado consumado por su rebelión.
Así, ni los antecedentes esclarecidos de este general, ni su empresa para derrocar la dictadura, bastarían a redimirle, si su arrepentimiento tardío y su fin lamentable no hubiesen convertido en tristeza el rubor de sus conciudadanos.
Hay algo en el fondo de este episodio lúgubre que puede modificar el criterio de la posteridad.
  
Existen razones poderosas para admitir que su fatal determinación le había sido sugerida en conciliábulos secretos por otros hombres cuyos principios le merecían absoluta confianza y por muchos de sus compañeros de armas.

Los nombres de aquellos conjurados fueron el tema de publicaciones en ambos mundos, pero no podemos, después de medio siglo, hacernos el eco de esas confidencias, cuando falta la evidencia perfecta, y cuando el error en éste casi sería la calumnia.
Hoy bajo un mismo cielo, testigo de esta inmolación, reposan eternamente casi justos, el ajusticiado de Navarro y el sacrificador. Sus urnas cinerarias, protegidas por la piedad, genio divino inclinado sobre los sepulcros, ofrecen lecciones más imperecederas que el cedro de que están fabricadas.

Cómo lidiar con el tránsito de la ciudad de Buenos Aires


Apps para Android, iPhone y PC que permiten obtener información antes de salir de casa, pedir taxis, saber si hay congestiones y dónde; además, herramientas que ayudan en tiempo real a buscar el camino menos complicado. 

Por Franco Rivero  | Para LA NACION

El tránsito en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no da respiro, un rasgo que comparte con la mayoría de las grandes urbes del planeta, y, muchas veces, aventurarse a salir desinformado puede convertirse en toda una odisea. Para ayudar en el andar diario por la capital del país, vienen al rescate muchas aplicaciones para móviles y servicios de Internet que permiten gestionar los trayectos para ahorrar un valioso tiempo.
DESDE LA WEB
Si se dispone de vehículo propio, una buena idea es consultar el estado del tránsito antes de poner el auto en marcha. Si bien existen diferentes aplicaciones y servicios con información al respecto, se puede tener un panorama completo de lo que sucede en la ciudad desde el sitio web de LA NACIONhttp://servicios.lanacion.com.ar/transito/ ). Mediante este servicio, actualizado en forma continua, se obtendrá información sobre cortes de calles, accidentes y accesos demorados o interrumpidos. Desde allí también se podrá consultar el estado de los subtes y trenes con el apoyo del minuto a minuto ofrecido por usuarios que comparten sus experiencias en Twitter.
Una problemática que siempre genera disgustos entre los conductores son los cortes de calles. Para evitar estos trastornos, lo mejor es anticiparse a los problemas consultando el Mapa de Cortes de Calles que ofrece el sitio web del gobierno de la ciudad (http://movilidad.buenosaires.gob.ar/mapa-corte-calles/ ). El mapa, confeccionado con tecnología de Google Maps, muestra mediante íconos los diferentes cortes, al hacer un clic sobre alguno de ellos se obtendrá más información sobre ese obstáculo.
Otra importante fuente de consulta son las redes sociales. Muchos son los usuarios que reportan el estado del tránsito desde Facebook y Twitter. Una buena idea es seguir la cuenta de @AlertasTransito para obtener tuits al instante, acompañados en algunas ocasiones con fotografías y cortos de video. AlertasTransito también dispone de una cuenta de Facebook (https://facebook.com/alertasonline ) que se actualiza periódicamente.
APPS EN ACCIÓN
Si bien consultar la Web antes de salir es una buena alternativa, la herramienta definitiva para anticiparse al malhumor en la calle es el smartphone. Existen muchas aplicaciones que permiten organizar la salida para que el viajar no sea un trastorno. Waze ( http://es.waze.com ), proyecto recientemente adquirido por Google, es un programa disponible para iOS y Android, que permite al conductor moverse en el tráfico como pez en el agua. Waze pone a disposición un mapa geolocalizado con información detallada sobre accidentes, cortes, presencia policial y el ritmo de marcha de los vehículos acompañado con fotografías. Al tratarse de una aplicación social, son los mismos usuarios los que aportan la información.
Otra alternativa es utilizar BA Móvil, una aplicación del gobierno de la ciudad que, además de aportar datos sobre el tránsito y cortes, añade la interesante opción de poder consultar información del Programa Bicicletas de Buenos Aires. Ingresando en el apartado Ciclovías, se reportan las estaciones que se encuentran abiertas y cuántas bicicletas hay disponibles en ellas.
SUBTES Y TAXIS
Si no se cuenta con movilidad propia, los subtes y los taxis son una buena opción.
Las aplicaciones de AMT Desarrollos ( http://amtdevelop.wordpress.com ) brindan una completa información sobre los subterráneos de la ciudad. En tal sentido, el programa Subte y algo más está disponible para el iPhone, mientras que Metro BA funciona en la iPad y en el nuevo sistema móvil BlackBerry 10. Las tres apps muestran las líneas, sus estaciones, las combinaciones y geolocalizan las estaciones en el mapa. También muestran las estaciones cercanas y todas las instalaciones en su interior (baños, escaleras mecánicas, etcétera).
Si la opción es tomar un taxi, se puede recurrir a la App Safer Taxi ( www.safertaxi.com/ar ). Disponible para BlackBerry, iPhone y Android, permite realizar reservas y observar los taxis más cercanos a la posición de cada usuario, pudiendo seleccionar el conductor mejor calificado por los demás pasajeros. También para pedir taxis de forma sencilla está Easy Taxi (https://play.google.com/store/apps/details?id=br.com.easytaxi ), que entre otras opciones permite seguir la ubicación del auto que se pidió en tiempo real, para saber cuándo el vehículo está por llegar a donde estamos.
ALERTAS EN LA PANTALLA
Algunos ejemplos de aplicaciones para smartphones, tablets y computadoras
1. Easy Taxi
Es gratis y sirve para llamar un taxi con un toque. Además, informa sobre la ubicación del auto mientras viene a buscarnos. Disponible para iPhone y Android
2. Subte y algo más Disponible para iPhone, cuesta US$ 0,99. Ofrece información muy completa sobre subtes y también sobre las nuevas estaciones del Metrobus
3. BA Móvil
Es gratis y está disponible para iPhone y Android. Muestra información del estado del tránsito, cortes de calles y también sobre el Programa Bicicletas de Buenos Aires
4. Safer Taxi
Otra buena aplicación gratis para pedir un taxi. Sus móviles cuentan con Wi-Fi gratis, permiten el pago electrónico y los pasajeros acumulan millas para obtener viajes gratis
5. Waze
Gratis, para iPhone y Android. Con sólo arrancar Waze, tu auto (y todos los otros) informa el estado del tránsito. Además, se pueden reportar cortes y accidentes

6. En la Web
El
servicio online del gobierno de la ciudad de Buenos Aires informa el estado del tránsito, obras, cortes y los mensajes que aparecen en los carteles luminosos sobre la situación en las autopistas.