Después
de la derrota sufrida en Famaillá el 19 de septiembre de 1841, el general don
Juan Lavalle mandó ensillar, y con los 200 hombres que le quedaban se retiró
hacia Jujuy.
Al
llegar a Salta conoció a Damasita Boedo, hermana del coronel Boedo, una hermosa
joven rubia, de ojos azules, que no llegaba a los 25 años de edad, y,
enamorado de ella, se la llevó en su retirada.
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Damasita Boedo |
En la
madrugada del 7 de octubre hizo alto sobre el río Sauce, desde donde destacó
al comandante don Pedro Lacasa hacia Jujuy, llegando él ese mismo día por la
noche. En Jujuy encontró que las autoridades habían fugado hacia la quebrada
de Humahuaca, dejando acéfalo el gobierno.
A las
02.00 horas del día 8, el general Lavalle hizo acampar a sus tropas en unos
potreros de alfalfa en los suburbios de la ciudad, en el lugar llamado La Tablada.
El
general llegó enfermo, después de una marcha de dieciocho leguas en quince
horas al tranco, los disgustos del día y el abatimiento que se había
apoderado de su espíritu al ver derrumbarse todas las posibilidades de seguir
la lucha.
Ocupó
una casa en la ciudad en la que había estado alojado el doctor don Elías
Bedoya, en calidad de enviado del general la noche del 8 de octubre, con su
secretario don Félix Frías, el teniente don Celedonio Álvarez con ocho
hombres de su escolta y su ayudante Lacasa, que era ese día el edecán de
servicio; por supuesto que también iba Damasita con el general.
En medio
del profundo silencio de la noche comenzó a despuntar el alba del sábado 9 de
octubre de 1841. En la madrugada trágica, una partida federal con unos 30
hombres, al mando del teniente coronel Fortunato Blanco, llegó al paso de sus
cabalgaduras cerca de la casa donde se alojaba Lavalle.
Al
ruido, salió Damasita, e interrogada por el paradero de Lavalle, contestó
que, efectivamente, habíase alojado allí, más que, en ese momento, se
encontraba en el campo de La
Tablada.
Cerróse
la puerta de calle enseguida; Lacasa, que se hallaba durmiendo en la
habitación de enfrente, ala derecha, en compañía de Félix Frías, se despertó
y prestamente salió al zaguán, y por la puerta que no se había cerrado
todavía alcanzó a divisar una partida de federales.
Rápidamente
dio la voz de:
–¡A las
armas!
Las huestes
enemigas parecían completamente desorientadas y no aprovecharon la
circunstancia favorable de hallarse abierta la puerta de calle.
Ignoraban,
por otra parte, que en ella se encontraba el general Lavalle. Lacasa hizo
poner de pie a los soldados que se encontraban en el patio y corriendo al
fondo de la casa se dirigió al general para pedirle órdenes. No era Lavalle
un hombre de intimidarse lo más mínimo por este suceso, y antes de tomar
medidas, inquirió:
–¿Qué
clase de enemigos son?
–Son
paisanos –respondió Lacasa.
–¿Como
cuántos?
–Veinte
o treinta.
–No hay
cuidado entonces; vaya usted, cierre la puerta y mande ensillar, que ahora
nos hemos de abrir paso.
La
puerta de calle fue cerrada con precipitación, lo que produjo aún mayor
recelo en la fuerza enemiga, que viendo en ello una señal de resistencia,
decidió echarla abajo por algún procedimiento.
Lavalle
salió al segundo patio cubierto con una bufanda de vicuña, dado lo temprano
de la hora y estado de salud. De valor personal, temerario y de acuerdo a su costumbre,
no es extraño que se presentara en el momento de peligro sin ceñir su espada.
El acero
que lo acompañó en las guerras de la independencia lo extravió su asistente
en la batalla de Famaillá, por lo cual su secretario le obsequió una espada
que fue la que le acompañó hasta su muerte.
Quería
disponerlo todo por sí mismo con su arrojo y su intrepidez ante el peligro.
Pero
ahora no se trataba de combatir con 97 granaderos contra 500 soldados
enemigos, como en Río Bamba, o 100 contra 300, como en Pasco; ahora era una
escaramuza, una especie de búsqueda policial inquiriendo de qué se trataba.
Al
llegar a la siguiente puerta, que estaba cerrada, el general observó la
partida por el ojo de la cerradura; en ese momento sonó un balazo..., luego
dos más, tirados contra la fuerte y tosca puerta de cedro que guardaba la
entrada principal de la casa. Este fuego sin dirección, hecho por la patrulla
federal contra la casa, tuvo una virtud que ellos no soñaron. Una de las
balas penetró por la cerradura e hirió mortalmente al general Lavalle, quien
se dobló hacia adelante. La bala, que luego conservaría el general don
Bartolomé Mitre como una reliquia, se alojó en su garganta.
La
herida era mortal. El general cayó cerca del zaguán. Su sangre, que manaba en
abundancia, empapó su bufanda de vicuña.
El autor
de su muerte era un mulato llamado José Bracho, quien luego habría de
conocerse entre algunos federales como el "héroe de la cerradura".
Lacasa,
que había precedido a su jefe penetrando en la habitación, salió precipitadamente
y encontró a Lavalle en el suelo en los estertores de la agonía. Luego quedó
inmóvil, con los ojos abiertos hacia la puerta del zaguán que habría de ser
famosa, y por donde su arrojo había pensado buscar la libertad en una
arremetida audaz.
Nada podía
ser más inesperado que el trágico fin del jefe que los había llevado a tantas
batallas.
Algunos
corrieron a incorporarse al grueso de las fuerzas que no lejos de allí
estaban al mando de Pedernera, quien desde aquel momento tuvo que asumir el
mando de las huestes, cada vez más diezmadas.
Estando
en los preparativos para continuar la retirada, con el cadáver del general,
se presentó Damasita al general don Juan Esteban Pedernera, quien al verla le
dijo:
–Mire
usted, Damasita: el general ya ha muerto; me parece por lo mismo que su
presencia aquí ya no tiene objeto. Seguramente que usted desea volver al seno
de su familia, y si esto es así, le haré dar todos los recursos necesarios
para que usted regrese a su casa.
Pero
ella, que era de un alma entera, replicó con admirable entereza:
–Señor
general: cuando una joven de mi clase pierde una vez su honra, no puede
volver jamás a su país. Prepáreme usted una mula para seguir yo también
adelante, y vivir y morir como Dios me ayude.
En casa
del general don Juan Gregorio de Las Heras, a los pocos días de la muerte del
general Lavalle, se hallaban reunidos el general Deheza, el coronel De la Plaza y el general don
Mariano Necochea. Al tener conocimiento de la tragedia, el último dijo:
–¡Pobre
Juan! Los malos ejemplos de don Simón le habían trastornado la cabeza.
–El
terreno estaba bien preparado –agregó otro de los presentes.
El
cadáver permaneció bastante tiempo tirado en el suelo, hasta que el general
Pedernera dispuso que fuese levantado.
Así cayó
el bravo general don Juan Galo de Lavalle, el héroe de Río Bamba, el
magnífico soldado de Nazca, el rey de los arenales de Moquehuá.
Su
cuerpo inanimado fue colocado en su hermoso tordillo y la caravana triste y
silenciosa comenzó su santa peregrinación hacia la catedral de Potosí, tras
el jefe muerto, puesto a la vanguardia para evitar que cayese en poder de las
fuerzas de Oribe, que lo ansiaban tenazmente para llevar su cabeza a Rosas.
A
veinticuatro leguas de Jujuy, como la descomposición del cadáver del general
dificultaba la marcha, dispusieron descarnarlo, y el coronel don Alejandro
Danel practicó esta penosa operación.
Con el
propósito de disecar mejor los huesos, fueron tendidos al sol sobre el techo
de un rancho. Inesperadamente un cóndor descendió vertiginosamente de las
nubes y apoderándose del cúbito del brazo derecho de Lavalle, remontó a las
alturas.
Aquel
cóndor, expresión de gallardía y fiereza de esos inmensos dominios solitarios
y agrestes de la montaña y el espacio, tal vez quiso levantar en alto
llevando y mostrando como trofeo el hercúleo brazo sableador del ínclito
granadero de San Martín.
La
caravana hizo 163 leguas. El 22 de octubre de 1841, a las 21:00, llegó
a Potosí, siendo recibida por el presidente de Bolivia, quien dispuso que los
restos del general Lavalle fueran depositados en la Catedral.
Damasita
Boedo marchó con la caravana a Bolivia; llegó a Chuquisaca, y allí
volviéronse locos los coyas más engreídos y retobados de amor por ella, y,
conocedores de la aventura de que había sido objeto y por quien ahora
peregrinaba sola en el extranjero, pretendieron reemplazar a Lavalle en la
posesión de tan peregrina beldad. Pero no pudieron. La joven no había nacido
para los coyas.
Un
chileno cargó al fin con ella. Era Billinghurst, ministro plenipotenciario de
Chile. Bajo su amparo pasó a Chile, donde vivió con el lujo y la holgura que
le prodigaba su generoso amante; y lo que fue más tachable en ella es que
regresó a Salta, punto de la tierra donde tan bizarramente había protestado
ante el cuerpo del general Lavalle no volver jamás por culpa del muerto y
causa de su deshonra.
Pero
abandonó su juveni1 rubor, volvió a la tierra de los suyos, que había hecho
votos de no volver; deslumbró e incitó la envidia por sus trajes riquísimos y
sus chales de seda con que se paseó por las calles, se zarandeó por paseos y
se arrodilló en los templos, resplandeciendo todavía al lado de sus sedas y
sus joya su amabilísima hermosura.
Volvió a
Chile, donde murió.
En 1858,
los restos del general Lavalle fueron trasladados a la Capital, y actualmente
descansan en el cementerio de la
Recoleta, en Buenos Aires, y el epitafio de su tumba
encierra el postrer y eterno homenaje del pueblo argentino:
"Granadero:
vela su sueño y si despierta dile que su Patria lo admira."
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