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jueves, 24 de abril de 2014

Acto y marcha en Buenos Aires a 99 años del genocidio armenio


Al mediodía habrá una misa en Palermo. Y luego una movilización a la embajada turca.


Antorchas. Mujeres marcharon ayer por las calles de Ereván, la capital armenia, para recordar el genocidio. AFP

24/04/14 CLARÍN
                                  Con el objetivo de reclamar y generar conciencia, la comunidad armenia realizará hoy actos y marchas en la Ciudad para conmemorar el 99° aniversario del genocidio armenio. En ese holocausto, el primero del siglo XX, se calcula que murió un millón y medio de personas. Pero hasta hoy, Turquía no hizo un reconocimiento pleno de los hechos. “Esta fecha recuerda a toda la comunidad la importancia que tiene pedir justicia y reivindicar la lucha de todos los pueblos que fueron atacados por un Estado”, explicó a Clarín Mario Nalpatian, del Consejo Nacional Armenio Mundial.

Con la coordinación de la embajada Armenia en Buenos Aires, en los actos participarán figuras políticas y artísticas. El cronograma arranca a las 11, con una misa en la Catedral San Gregorio El Iluminador, en la calle Armenia 1353. Luego, el acto central tendrá lugar en la sala Siranushu del Centro Armenio. Estarán el titular de la Auditoría General de la Nación, Leandro Despouy; el embajador armenio, Vahagn Melikian; y el periodista turco Ragip Zarakolu, militante por los derechos humanos. Además, el cantante Raúl Lavié interpretará el himno nacional.

Despouy evocará su intervención en los debates que culminaron con el reconocimiento del genocidio armenio en Naciones Unidas, cuando se desempeñaba como experto de la Subcomisión de Derechos Humanos de ese organismo, durante la presidencia de Raúl Alfonsín.

Las actividades seguirán a las 19: en la puerta de la Facultad de Derecho de la UBA comenzará una marcha que llegará hasta la residencia del embajador turco en Argentina, en Barrio Parque. Allí habrá un acto del que participarán León Giego, Raúl Porchetto y David Bolzoni.

“Uno de los objetivos de mantener viva la memoria es evitar que este tipo de atrocidades vuelvan a repetirse. A pesar de que la comunidad internacional ha avanzado mucho, todavía son recientes los casos ocurridos en los Balcanes, Ruanda y Darfur, entre otros”, puntualizó Nalpatian. “Por eso, creemos que se deben crear instrumentos nuevos y reforzar organismos como la Corte Penal Internacional”, aclaró.

Entre los reclamos del pueblo armenio figuran que el Estado turco admita el genocidio y evite la “relativización de lo ocurrido”, según explicaron sus autoridades en Argentina. Hasta ahora, Turquía enmarca lo sucedido en las refriegas que tuvieron lugar en la Primera Guerra Mundial y propone crear una comisión internacional para investigar lo ocurrido.

Sin embargo, países y organismos internacionales definieron lo ocurrido como un genocidio. El 24 de abril de 1915, el Imperio Otomano –actual Turquía–, gobernado por los Jóvenes Turcos, decidió detener y deportar a los armenios, que fueron obligados a caminar a marcha forzada cientos de kilómetros. La mayor parte de los armenios expulsados murió de hambre y sed. Otros murieron con métodos de tortura. Los otomanos habían perdido territorios y temían una revuelta independentista que los dejara sin las tierras de los armenios. Esa política sangrienta culminó en 1923.


En 2007, el Congreso argentino declaró el 24 de abril como “Día de acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos”. El reconocimiento global había tardado décadas porque Turquía era un aliado clave de Occidente frente a la cercana Unión Soviética, en tiempos de la Guerra Fría.

EL BLOG OPINA

                                  Vergonzosa es la actitud del estado turco ante este crimen de absoluta apostasía, cometido con los medios más inhumanos y aberrantes; una acción comparable al holocausto judío.   

miércoles, 16 de abril de 2014

Revolución de la lectura en el Río de la Plata


MORENO. Intuyó el poder de “El contrato social” de Rousseau y otros textos que propagaban las ideas de la revolución


· 16/04/14

Historia. La circulación masiva del papel impreso fue un vehículo de cultura y de difusión de las ideas desde fines del siglo XVIII hasta principíos del XX. Libros, lectores, diarios y editoriales fueron los protagonistas de ese boom.


POR CLAUDIO MARTYNIUK



En su cuaderno, Raudelinda Pereda, alumna de una escuela de Tacuarembó, Uruguay, escribió en 1898: “¿Habrá algún ser racional tan desdichado que ignore lo que es y cuánto vale la escuela? Es la escuela ese centro sublime de educación en el que con facilidad se instruyen las personas. Es en ella donde con alegría se estudia, donde se encuentra un amable maestro que hace empeño por la educación de los niños, es en fin donde se pasan las mejores horas de la infancia.” En la página, la maestra anota al final de la composición: “¡Escriba con más cuidado y no borronee!” Estudiar con alegría, que la lectura y la escritura nos brinden las mejores horas: ¿cómo se edificó ese “centro sublime”? Los libros de texto y ejercicios y dictados escolares inculcaron identidad de género y espíritu patriótico, instruyeron y gestaron fervor.

Hoy apenas se conservan unos pocos cuadernos escolares de alumnos rioplatenses del siglo XIX. Esta es una de las fuentes estudiadas por William Acree en su libro La lectura cotidiana. Cultura impresa e identidad colectiva en el Río de la Plata, 1780-1910(Prometeo se encargó de la versión castellana del libro Everyday Reading: Print Culture and Collective Identity in the Rio de la Plata, 1780-1910 , Vanderbilt University Press, Nashville, 2011). Este profesor de literatura y cultura popular latinoamericanas en Washington University, St. Louis, considera que “Uruguay y la Argentina son los ejemplos más completos en América Latina de cómo se desarrolla la intersección entre medios impresos e identidad colectiva.” En ambos países, que cuentan con las tasas de alfabetización más altas en América Latina desde fines del siglo XIX, los libros de texto condensaron el estrecho vínculo entre la imprenta, el poder político e identidades sociales durante la década de 1890 y la primera década del siglo XX. Las leyes de educación pública en Uruguay (1877) y Argentina (1884) pusieron bajo el control estatal una gran cantidad de medios impresos, asegurando la provisión de textos “correctos” mediante cuerpos selectores. Desde entonces, el libro de texto comenzó a ser uno de los sectores más rentables del mundo editorial, especialmente porque se trazaron lazos íntimos entre los consejos selectores y la industria editorial. Acree recuerda el caso de Angel Estrada, fundador de la editorial Estrada: de vendedor de vinos y papeles importados, este amigo de Sarmiento puso su foco en la educación y su imprenta se convirtió en la mayor productora de libros de texto. El nene, de Andrés Ferrey-ra, fue su libro más vendido, con 120 ediciones desde 1895 hasta 1959.

Desde 1870 se fueron sumando lectores y bibliotecas públicas y circulantes (apoyadas por Sarmiento, criticadas por el clero), pero la expansión significativa de público lector llegó con la educación pública, la demanda de textos “nacionales” y el apoyo a la industria nacional del libro de texto en detrimento de las obras traducidas y las usadas en España. La tarea de superar –¡cuándo no!– la crisis social, poner fin al crimen en las ciudades y orden en las campañas, e integrar y nacionalizar inmigrantes, comenzaba entonces con el establecimiento de sistemas de educación, con la diseminación de “sembradores de abecedarios” (expresión de Juan Pedro Varela, director de Escuelas de Uruguay). Los textos dignos de sello oficial de aprobación debían “imprimir en el niño lo que es y debe ser la conducta del hombre”: “¿Sabes tú lo que es la PATRIA? Sin duda ya han recogido tus oídos esta palabra y en más de una ocasión al ver el entusiasmo que al aclamarla les producía a los hombres que en numerosa manifestación recorrían la calle, has sentido ansias de agitarte, de lanzar un grito y mezclar tu entusiasmo y tu alegría al entusiasmo y a la alegría general.” José Manuel Eizaguirre, La patria: Elementos para estimular en el niño argentino el amor a la patria y el respeto a las tradiciones nacionales , 1895.

En 1890 comienzan también a escribirse libros expresamente para las alumnas: para formar “madres moralmente rectas y patrióticas” se vinculaban escuela, hogar y patria. Para “ellas”: cocinar, coser, limpiar y etiqueta adecuada para recibir visitas en casa. Tal “economía doméstica” era lo que la educación cívica para los hombres. Así se detallaba cómo las niñas debían abrir todas las ventanas, sacudir los colchones y limpiar los cuartos cuando se levantaban por la mañana: “Las niñas deben acostumbrarse a considerar las ocupaciones domésticas como una carga agradable y honrosa”, escribió Catalá de Princivalle en Lecciones de economía doméstica (Montevideo, 1905).

La lectura cotidiana era pública: el periódico leído en los púlpitos durante la etapa de la independencia, la poesía popular de la década de 1830, los libros de texto leídos en voz alta por los niños a su familia en la mesa de la cocina a fin del siglo XIX. La cultura impresa fue fundamental durante el período revolucionario para elaborar los repertorios simbólicos de las nuevas repúblicas: marchas militares, himnos nacionales, escudos y constituciones. Acree es categórico: “La cultura impresa rioplatense comenzó con palabras y guerras”. Esa poética patriótica reconocía la performatividad de lo impreso. Monteagudo alentó a leer en voz alta los periódicos que promovían el republicanismo y los jefes militares debían asegurar que esa lectura fuera atendida por los soldados. Moreno intuyó la función mesiánica del libro –ese libro, Biblia de la revolución, fue El contrato social de Rousseau– y la importancia de las bibliotecas –solicitó donaciones de libros y fundó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, base de la Biblioteca Nacional. La Declaración de Independencia fue una publicación de 1.500 copias en castellano, 1.000 en quechua y 500 en aymara. Rivadavia se encargó, en La lira argentina (1822), de compilar las poesías patrióticas.

La cultura impresa



En esta tarea fue central la imprenta, la primera imprenta. Desembalada en Buenos Aires en 1780, llegó de Córdoba, donde durmió doce años en el sótano de la universidad –apenas funcionó un año para el Colegio Monserrat y, en 1767, con la expulsión de los jesuitas, quedó en desuso–. El virrey Vértiz le escribió al rey Carlos II para pedirle la autorización del traslado y el rey despachó un certificado real de aprobación. Se la instaló en la Casa de los Niños Expósitos. Acree afirma: “Ni el rey ni el virrey imaginaban que estaban sentando las bases para el nacimiento de los medios impresos revolucionarios durante la guerra de la independencia”. Sin parar, las palabras impresas alimentaron el anhelo revolucionario y la pasión guerrera por la independencia. Esa imprenta, madre de todas armas retóricas en la lucha contra el poder monárquico, disparó cartas, edictos, libros de texto, el Contrato social de Rousseau, facturas, el Telégrafo Mercantil (primer periódico rioplatense), miles de circulares, poemas, documentos, canciones patrióticas ... hasta que su tipos se gastaron y, en 1824, el Estado debió abrir una nueva imprenta para preservar el arma de persuasión y condena, de convocatoria urgente a la acción, revolución e intensificación del lazo entre política, escritura y lectura pública. Entre 1835 y 1852, durante el segundo tramo rosista, la cultura impresa se cargó de fervor partidario y odio al enemigo. Igualmente, poco a poco, la literatura popular se infiltró en los patrones de la vida cotidiana y, en 1866, con Fausto: impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera, de Estanislao del Campo –escritor unitario–, emerge un best séller. De Los tres gauchos orientales (1872) de Antonio Lussich circularon 16 mil ejemplares. Pero el éxito de Martín Fierro (también de 1872) opacó los otros.