Era un
humorista con vestiduras de escritor serio, como Quevedo o Chesterton
SERGIO
RAMÍREZ 6 SEP 2014 – EL PAÍS MADRID -TRIBUNA
Mi primer
encuentro con Borges tuvo lugar en San José de Costa Rica, en una tarde de
llovizna en octubre de 1964. Fue un encuentro sin presentimientos, como ocurre
siempre en el infinito juego de azares y certidumbres imprevistas que es la
existencia, según él mismo enseñaba.
Y así me
detuve frente a las vitrinas de la Librería Lehmann , que solía exhibir sus novedades
acomodadas sobre un lienzo de seda recogido en pliegues, como si se tratara de
estuches de joyas o frascos de perfume. Entonces, como todo es obra del azar, y
de los espejos, estaban allí esperándome las tapas grises de Ficciones. Borges,
del otro lado de la vitrina mojada, y yo mirándome en ella y en sus libros como
en el espejo que prefija la continuidad de los encuentros hasta el infinito.
De vuelta
en mi casa, recuerdo, puse mi firma en las portadillas, y la fecha, un hábito
escolar de herrar los libros al entrar en posesión de ellos, que he perdido,
pero que me sirve ahora, al volver a ese ejemplar tantas veces manoseado, para
comprobar cuándo fue realmente que empezó Borges a ser mi maestro de primeras
letras.
En
apariencia, no hay nada tan lejano al mundo de Borges como el mundo del Caribe,
de donde yo vengo, y de donde venía cuando me encontré la primera vez con él
bajo una llovizna centroamericana; entonces, para un aprendiz de escritor
recién graduado de abogado, ir de Nicaragua a Costa Rica era como atravesar el
mundo; ya no digamos la distancia que en todos los sentidos mediaba entre Managua
y Buenos Aires, de donde llegaban en mi infancia, sin embargo, las revistas
Billiken y El Peneca.
En
apariencia, no hay nada tan lejano al mundo de Borges como el mundo del Caribe,
de donde yo vengo
Pero fue
el mismo Borges quien alguna vez estableció esas conexiones mágicas con el
Caribe, cuando recuerda en Historia universal de la infamia “la deplorable
rumba El Manisero… la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras
degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el
candombe…”.
El
Caribe, que tiene mucho que ver con el sur de Borges, porque son parcelas
distantes de un mismo territorio arcaico. Recabarren; el patrón de la pulpería
que tendido en el camastro va a presenciar pronto un duelo, o Juan Dalhmann,
que empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la
llanura a que lo maten, también podrían haber sido historias de la Nicaragua rural y
ganadera.
Borges
buscó siempre alejar al lector de la idea de que el acto de leer es el acto de
congeniar con una mentira, tratando de fingir a fondo para lograr algo que
fuera lo más parecido a la verdad, como las citas falsas de autores que nunca
existieron.
Y su
erudición como arma. No una falsa erudición, sino la erudición insondable,
arcana, a través de la cual es posible construir todo un mundo imaginario,
utilizando sus caminos y entreveros como si se tratara de un laberinto
imposible donde el lector, que es el Minotauro, dueño falso de ese laberinto, que
es el mundo apócrifo de la ficción, morirá siempre de una puñalada limpia.
Borges
articulaba sus distintos instrumentos, o ámbitos de la ficción, como un todo,
la filosofía, la teología, la mitología, y la crítica literaria, las
traducciones, las citas de autores verdaderos, o imaginados. Nada escapa a esta
inmensa urdimbre, desde la que siempre estará haciéndonos un guiño, porque al
fin y al cabo viene a resultar un formidable humorista. Un humorista con
vestiduras de escritor serio, como Chesterton, o como Quevedo.
Y frente
a sus posiciones políticas, tan irritantes, aprendí a consolarme con la idea de
que nunca fue un político, como él mismo también pensaba de Quevedo. Con pleno
sentido del humor nos dice que cuando Quevedo da su lista de los enemigos de
Dios, lo que está haciendo “es mero terrorismo”. Quienes como Quevedo o como
Borges fueron tan grande humoristas, no pudieron dejar de ser, al mismo tiempo,
grandes terroristas literarios.
Borges
llegaba a mí desde el Buenos Aires de almacenes que naufragaban en el atardecer
hasta la vitrina de una librería mojada por la llovizna, y del cristal de esa
vitrina volvió conmigo hasta la
Managua de los terremotos cíclicos. El Borges que podía
describir una y otra vez el duelo a muerte de Martín Fierro, al revés o al
derecho, matando o muriendo, y siempre la eternidad que estaba en él mismo, en
sus antepasados, en sus compadritos de faca urgida, y en su paisaje sin mesura.
Son los
cuentos suyos donde yo lo sentí tocar fondo dentro de mí mismo cuando me enseñaba
las primeras letras, el Borges del sur, el sur de Borges que pese a las
distancias era como Nicaragua, como también el sur de Faulkner era Nicaragua,
humo de lámparas de keroseno, olor a cueros al sol y a quesos rancios, y un
vuelo funeral de moscas sobre el rostro de un muerto cubierto con un poncho
bajo la luna pálida. Borges era mi país y era mi infancia. Y era la literatura
como pasión, o como vicio, o como desesperación.
Sergio Ramírez es escritor.