Laura
Fernández
Universidad de Buenos Aires
Universidad de Buenos Aires
Aunque algunos se reúnen en
La patria en la lengua
Que la lengua contiene la patria y que la patria se dice en la lengua son fórmulas repetidas hasta que escandalosas convivencias de dichos pamperos y ruiseñores británicos vienen a impugnarlas. Guillermo Ara hace el patriótico esfuerzo de encontrar en la prosa inglesa de Hudson los ecos gauchescos de algunos giros. (2) Por ejemplo, My faults are more numerous that the spots on the wild cat podría ser frase que un Martín Fierro hubiera dicho como Tengo más vicios que manchas el gato salvaje, para más tarde exclamar algo así como Madrecita de mi alma! o Little mother of my soul!
Para sus lectores británicos, Hudson fue un exotismo dentro de lo exótico de la literatura de lejanías ya que, más cerca que las pampas, les eran las áfricas que colonizaban con mayor contundencia. Sin embargo, las llanuras recorridas a caballo por esos hombres barbados y contadas en la voz del imperio mechada por palabras de cándida extranjería, bastaron para reconocer en William Henry un escritor compatriota que recibió, pese a la resistencia apuntada por sus biógrafos, una pensión de la corona. Pero, ay de las erratas; nuestro pampeanísimo autor parece decir maté a la sagrada infusión que ya no toma y pechicho a los cuzcos que se le cruzan. Aunque Ara lo vuelve a salvar de lo que Hudson no se hubiera avergonzado señalando que, con toda probabilidad, el error provenga de los editores ingleses. Y para librarnos de toda duda, Fernando Pozzo se cartea con Robert Cunninghame Graham -Don Roberto de tanto andar por estos parajes- y confirma que su amigo era un gaucho de viejo cuño encolumnado en una lista de genios que incluye a Dante, Shakespeare, Cervantes y Conrad.
Pese a los arrebatos de sus admiradores, Hudson resiste mejor que otros todo intento de brutal nacionalización. De padres norteamericanos protestantes, esquiva la evidencia del registro en
Coherente hasta la exageración, la versión más corriente de su partida es que no soportó ver a su pampa alambrada y a sus pájaros asesinados por los despreciables italianos que llegaban en bandadas. Prefirió recordarla salvaje y virgen, ajena a los cultivos extensivos y a las vías férreas que la anudarían en abanico cerrado sobre el puerto de Buenos Aires. Lo cierto es que desembarca en Southampton el año que termina la presidencia de Sarmiento pero no recuerda especialmente al desterrado que hizo el mismo camino unos años atrás para alegría del reciente mandatario. También apodado "el inglés", quizás por sus ojos celestes, Rosas lo había fascinado de un modo que recuerda a los primeros que se atreverán a expresar, unos años después, que Juan Manuel habrá sido asesino pero su originalidad y su talento para el terror eran únicos. El niño William había copiado el respeto que su padre Daniel le prodigaba al Restaurador pero, más tarde, alimenta ese sentimiento con una anécdota popular que muestra al Tirano perdonando un reo sólo porque lo conmueve su descripción del benteveo. Ese gesto delicado y magnificente conmueve a su vez a Hudson quien, ya mayor, tienta una leve disculpa por su distracción aunque hace nueva gala de su indiferencia política partidaria o de su falta de corrección política cuando, al pasar por las tierras del exilio de Mr. Rose, sólo comenta qué lindos pajaritos la habitaban.
El gobierno de la mazorca pertenecía a su infancia, es el color de fondo que describe en su primera novela "The purple land" editada en 1885 pero leída con éxito mucho tiempo después cuando pierde el subtítulo that England lost. El diario "
Si lo que deslumbra al Borges maduro es la superación de todo pintorequismo a través de la comunión de un duelo de cuchillos entre paisanos y una cita de Stevenson, lo que conmoverá a Martínez Estrada es la vitalidad desbordante, cierto aire aristocrático de quien desconfía de las multitudes y el gusto compartido por los pájaros de la zona. La inquietante extranjería en su idioma inglés bien castizo hace de Hudson un instrumento útil para confrontar la canonización gaucha y nacionalista. Nada puede decirse en purísimo criollo y poco puede lograr la empobrecida literatura nacional apropiándose autores de otras tradiciones. Mejor será buscar en la ineludible traducción las posibilidades reales para las letras argentinas siempre en diálogo con la literatura universal. En ese sentido, "El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson" de Martínez Estrada termina citando a Hamlet igual que el "Far away and long ago" de su reseñado.
Aquí deberíamos indicar lo que dicen varios pero Michel Foucault escribe más fácil que todos: el lenguaje no expresa las cosas tan fielmente como pretendemos y, por lo tanto, estamos condenados y fascinados por interpretaciones infinitas y en combate, que si pueden ocultar su condición de tal presentándose como definitivas y naturales, mejor. El Hudson es nuestro de Martínez Estrada o el Hudson es inglés de Borges parecen no aceptar otra lectura que la literal pero no son más que otras de las numerables interpretaciones que construyen nuevos sentidos, algunos otros Hudson y varias modalidades de lo nuestro. Así resultan paradojas como la de la "Revista Hispánica Moderna" cuyo dossier se denomina Guillermo Enrique Hudson visto por los argentinos, sugiriéndonos una nueva forma de la ciudadanía que no tiene un lugar fijo ni en las cartografías ni en las mitificaciones.
Tanto como en el idioma, la patria parece estar inscripta en el paisaje pero aquí las discusiones se tornan geológicas, topográficas y hasta poéticas. ¿Cuál de todas las pampas nos cuenta Hudson? ¿La ondulada del litoral, la vecina y oriental del Uruguay, la reseca de "Días de ocio en
El exilio no le asegura el reconocimiento inmediato. Varios años en Londres soportará la pobreza que es más dramática según el grado de heroísmo que quieran sostener sus relatores. Mientras sus artículos científicos mejoran al adquirir el inglés técnico de
Los naturalistas vagan hasta que reina Ameghino
Hasta el siglo XIX, el inventario de las llanuras sudamericanas había estado a cargo de algunos visitantes mandados a sopesar las posibilidades de la región a favor de la industria, la política, la ciencia o la literatura de entretenimiento europeas. Falkner, calvinista devenido misionero jesuita, se aleja del río hacia 1750 para habitar entre los tratables indios que rodean
Además de médico, profesor y sacerdote, Falkner es un naturalista que no sólo apunta su encuentro con un yaguarú y la variedades del gato salvaje sino que rasca la superficie para encontrar unas pocas vértebras e intuir que por debajo las pampas tienen mucho más que decir. Su "Descripción de
Hudson recibe de regalo El origen de las especies y a pesar de rendirse ante el impacto de sus tesis, no deja de criticar a su autor en cuanto tiene oportunidad obligándolo, incluso, a rectificarse. Darwin olvidó esto, omitió aquello, confundió lo evidente y, el colmo de las faltas, no registró la belleza musical de las aves patagónicas. Un participante más amable en el extendido epistolario con el que Darwin recaba los datos para la teoría que explicará todo, es el naturalista bonaerense Francisco Javier Muñiz. Su biografía parece una colección de hitos nacionales: lucha en las invasiones inglesas, destaca como teniente coronel en la batalla de Ituzaingó, es miembro de
El descubridor del extinto Muñifelis bonariensis produce una variación de la metáfora marítima al ver el campo como una sirena que encanta o aquerencia a riesgo de que el gaucho deje sus huesos blanquiando entre las pajas o a orillas de una laguna. (Muñiz) Los otros huesos, de gliptodontes y megaterios que él había arrancado a orillas del río Luján, son enviados prolijamente a Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes para comenzar a construir la gloriosa historia antediluviana y nacional. Con notas de un rigor conmovedor y bajo la consigna ¡Viva
Quienes aspiran a incluir en esta genealogía a Hudson, se topan con una descripción detallada de las flores que gustaban a su madre y, enseguida, un réquiem emocionado y perdido entre las especificaciones sobre el modo en que esta planta se reproduce en cierto momento de la primavera en el cual la hierba es de un color particularmente glorioso. Además, el autor se jacta de su disfrute del ocio y alardea sobre su falta de instrucción académica: Llega el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo inútil con verdadero placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a detestar en esta plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones que se lleven a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún provecho, presente o futuro, para la raza humana.(2) Su amigo, Cunninghame Graham, le oyó decir heréticamente que preferiría ver perdidas todas las obras de los griegos antes de que se extinguiera una especie. Hudson no es un clasificador ni un coleccionista, tan frecuentes en la ciencia moderna, sino un observador vital que de pequeño cazador en las pampas del degüello pasa a anciano defensor de ardillas del Hyde Park. Pobre niño autodidacta; quizás, se lamenta un autor que quisiera contarlo para la ciencia, tendríamos al doctor Hudson si cerca de los ombúes hubiera habido una escuela, como la del otro Dominguito, a la cual no faltar nunca. Pero para eso fueron necesarias otras expediciones del todo más asesinas y también escritas.
El militar Álvaro Barros publica su informe sobre las "Fronteras y territorios federales de las pampas del sur" en 1872. Por años ha recorrido la pampa que siente como el océano pero que sabe cruzada de malones; para atajarlos lo enviaron a la frontera. Desde allí denuncia las corrupciones oficiales y la arbitrariedad de las campañas con una frase lamentablemente menos famosa que la otra: la civilización por el exterminio no es civilización sino barbarie. El después figurado gobernador de
Alguna vez podríamos trazar sobre las pampas un mapa que sin respetar la buena cartografía ilustre estos encuentros. Hombres de a caballo (y mujeres) que las recorren, las escriben o las conquistan, con la pluma con la espada y la palabra, para después alambrarlas y sembrarlas de pueblos en damero con nombres de generales y llenar las vitrinas de los museos europeos con sus especímenes embalsamados. El Hudson romántico –cuyo nombre bautizará la localidad que hoy todos pronuncian "údson"- prevee ese destino, abandona la taxidermia y elige, además del destierro, utilizar algo de ese paisaje como inspirado escenario de un relato utópico. The crystal age fue publicada sin su firma en 1887, dos años antes de la más reputada News from nowhere de William Morris (a quien Hudson considera un autor tibio) y nos tienta si quisiéramos con una nueva genealogía que lo convoca, la del pensamiento utópico en nuestro país.
Esta reunión caprichosa de algunos naturalistas célebres y un militar extravagante tiene como excusa no sólo que todos escriben sino que sus notas de campo registran las manifestaciones del lenguaje, esa otra cosa que parece natural. Falkner escucha y practica sin suerte las lenguas locales. Muñiz resume en un glosario fantasioso las voces gauchas entre cuyas acepciones tienen lugar hasta los dioses griegos, como corresponde a un miembro de
Pero, las notas de campo no son literatura
Dicen quienes lo persiguieron en bibliotecas y papeles familiares -pese a su deseo de matar su memoria con él- que, como buen naturalista, siempre tomó notas de campo. Incluso escribió un diario en el barco del exilio para después dedicarse a los artículos de
Sus textos reproducen el vagabundeo de los recorridos campestres. El naturalista puede preveer el objeto de su interés pero, en general, los ejemplares salen al cruce para ser atrapados por la libreta de notas tan azarosamente como aparecieron. Después serán pulidos y dispuestos a la exhibición con algunas palabras más que las dictadas por la libreta y por la memoria. Ese agregado, esa traducción entre unas pocas líneas al paso y la belleza de una página le valieron, al fin, reconocimiento y colegas. A pesar de ello, W. H. Hudson no se considera un escritor artista, y se los aclara provocativamente en los cafés literarios y en sus casas de campo en cuyos alrededores aprovecha para tomar más notas. Su escritura parece deber menos a la inspiración que a la delicadeza de sus sentidos. Está tan convencido de que las percepciones deben ser fuertes y únicas que suele evitar reincidir en un paseo o en una perspectiva con tal de preservar la impresión de la primera vez. Sólo la memoria así estimulada ofrecerá un recuerdo válido para contarles a todos en novelas, relatos breves o modestos poemas. Tanta subjetividad y tan descarado sentimentalismo son imperdonables para un espíritu cientificista. No hay modo de salvarlo con la excusa de que es un botánico que escribe bien o un biólogo todavía más cercano al influjo de la campiña que al gabinete del Museo Británico. Irremediablemente traiciona la exigencia de un correcto naturalista quien, con binoculares o sin ellos, sólo debería apuntar lo que ve para que otros acrecienten sus saberes sobre el mundo natural. Sin embargo, con su inevitable primera persona del singular, su errancia por los géneros, su extremada sensibilidad ante cualquier criatura viva y su silvestre vocación filosófica, Hudson trasciende el simple oficio de escribiente anónimo al servicio de la ambiciosa enciclopedia de la ciencia universal.
Escribir de Memoria es una ilusión
Si Sarmiento describe la pampa por intuición, Hudson la escribe de memoria. Es Martínez Estrada quien lo pinta como el más nostálgico de los emigrantes, siempre añorando la patria natal y lleno de saudades. Pero parece ser Cunninghame Graham quien toma primero esa palabra del portugués para explicar mejor los sentimientos de su amigo ¿O es el traductor quien encuentra más efectivo decir sufría de saudades que nomás extrañaba el pago? No es el único inconveniente de trabajar con traducciones en lugar de recurrir a los originales en inglés; Jurado ya despotricó contra esa pretensión y lo haría nuevamente ante este intento. Sin embargo, alcanza para este ensayo aceptar las contrariedades de la traducción y proyectar otro que se ocupe, justamente, de esa compleja operación.
Antes se nos aparece una trasposición original desde lo visto alguna vez a lo reactualizado en la escritura, a través de una evocación intachable. Basta una hoja o un sonido para desatar -como la madeleine de Proust- toda una narración de experiencias que estaban allí para ser revividas.
Bajo esta Memoria fotográfica operan, como dos ilusiones fascinantes, la continuidad vida-obra y la naturalidad del lenguaje. En la primera, participan sobre todo los reseñadores que intentan encontrar en su biografía algunos indicios para comprender cierta incoherencia de la obra. La mayoría ansiosa por comprobar que los personajes tienen más relación con su creador de lo que él mismo confiesa, a pesar de frases bastante elocuentes como es una ilusión suya creer que las aventuras allí relatadas son autobiográficas. (Cartas a Cunninghame) En contra de las interpretaciones forzosas lo descubren vestido de tweed y sin poncho o lo leen en sus cartas afirmando que conoce bien la pampa porque es su tierra nativa aunque abandonada para habitar nuestro suelo inglés. Para desencanto de varios, no se le escuchó una condena firme de la tiranía rosista, ni una alabanza a la modernización genocida, ni un saludo a los europeos migrantes. Tampoco han dado con la cita que explique satisfactoriamente su partida, mucho menos su reticencia a volver pese a las invitaciones de algunos familiares que lo tientan con imágenes de avecillas y de flores.
Ante la desgracia de que los datos no confirmen el Hudson deseado, muchos optan por encontrarlo contradictorio, incoherente, aturdido. Otros recrean un triste gaucho atrapado por la city más parecido a un águila enjaulada y en pena. Cuando no un romántico que prefiere el destierro antes de ver con sus propios largavistas los campos arados. Un hombre que vive a través de su escritura porque afirma que su vida ha terminado al dejar las pampas. Según una lectura simplista de esos dichos, Hudson es de a ratos Richard Lamb y vuelve a cabalgar mientras suspira tras las ventanas mínimas de su pensión londinense. El efecto atemporal de sus textos refuerza esa interpretación porque logra un presente continuo, fluido, errante donde casi nos sorprendemos con él ante el paso sigiloso de un ciervo o el nido escondido entre las ramas y gracias al cual olvidamos que la anécdota tuvo lugar hace unos ciento y pico de años.
Hudson mismo es, a la vez, autobiográfico y antibiográfico. No deja de hablar de sí pero evita las pruebas de su intimidad, quema manuscritos y pide a sus mujeres amigas devoluciones de las viejas cartas. En las breves epístolas salvadas hay oscuridades y malentendidos como los hay hasta en las vidas que se saben de antemano celebradas póstumamente. Guardan, también, huellas de un recorrido original fuera de las escuelas literarias, de las clases sociales y de las nacionalidades definidas; un Hudson algo nómade que nunca está donde se lo espera. Anda migrando como sus aves amadas y, por suerte para la literatura, dándole letra a ese narrador que es él aunque nunca del todo.
La otra poderosa ilusión de sus escritos provocada por la excusa de
Las palabras que dicen provenir del rocío esconden bellamente el puro artificio y el esfuerzo que la naturalidad conlleva. Mucho sabe Hudson de ese salto entre las cosas (animadas e inanimadas) y las palabras ya que ni siquiera tiene las voces humanas apropiadas para transmitir el canto de las aves. Cuando las encuentra, intuye que nada garantiza su eficacia y que buscarlas es una batalla perdida desde siempre. Lewis Carroll, esa otra anomalía para la moral victoriana, le hace decir a Humpty Dumpty –mientras Hudson recorre
Otra vez fugando de los nombramientos y los titulados: se dice no científico pero se distancia de los poetas. Su estilo es engañosamente despojado y llano como es de engañosa la pampa vacía para quien no la sabe leer repleta de rastros. Ese dejo natural le exige correcciones, tachaduras, peleas con los adjetivos que no dicen lo que deben, extensas digresiones que parecen silvestres pero que han sido cultivadas justo para distraernos. Y lo logra, hasta que reparamos en que nos está contando la impresión que le causa un coro de tordos al pequeño bárbaro William, comparándolo con la música instrumental de algún salón inglés; o el susurro de los álamos con el de las olas que ha escuchado mucho años más tarde. El efecto se refuerza por la escasa jerarquización de los temas que nos lleva de la composición química de la luz de una luciérnaga a la reflexión sobre el panteísmo en la humanidad. Además de la displicencia con que recurre al dramatismo, sorprendiendo al lector en solidaridad con la tragedia de unas hormigas de las que hay miles.
En fin, los hechos triviales narrados como epopeyas y los viejos recuerdos reanimados como vivencias actuales, ocultan las trampas del lenguaje cuya artificialidad conmueve a nuestro autor tanto como la aparente naturalidad de las cosas. Su tierna manera de perseguir las voces que dicen mejor el mundo lo convierte en escritor casi a su pesar. Lástima que de esa búsqueda maravillosamente inútil que es toda su literatura, nada nos dice la combinación de versos elegida por sus amigos para el epitafio: Amó los pájaros, los lugares verdes y el viento de los matorrales, y vio el brillo de la aureola de Dios.
Notas
(1). En orden de enumeración (ver bibliografía): Lucilo Oriz, Fernando Pozzo, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Velázquez, Enrique Espinoza, Alicia Jurado, Luis Franco, Carlos Astrada, Antonio Gallo, Haydée Jofre Barroso, Juan Azcoaga, Jorge Casares, Hugo Manning, Jorge L. Borges, Jorge Pickenhayn, Julio Orioni y Fernando Rocchi, Newton Freitas, Angélica Mendoza.
(2). Hudson, W. H.: Días de ocio en
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