Sembrado en un campo de Timote, en la provincia de Buenos
Aires, este lote de soja termina su recorrido entrando a China por el puerto de
Dalian. Su destino: engordar peces. La cadena de valor detrás de la revolución
tecnológica del campo.
Por Iván Ordóñez
Empieza en una mañana fresca de noviembre. Viviana de la Cruz nivela la sembradora y,
en ese sencillo acto, está decidiendo cuán profundo se enterrará la semilla de
soja de esta campaña y cuántas plantas habitarán durante los próximos seis
meses la hectárea de ese campo. Alrededor del tramo de la Ruta Nacional 5 que
atraviesa la provincia de Buenos Aires, la densidad de siembra es alta
comparada con la del Brasil, donde el sol y el agua permiten que la soja se
desarrolle más robusta y frondosa. Allá, eso implica menor cantidad de plantas
por metro cuadrado, cerca del 30% menos. En cualquier campo del planeta Tierra, la competencia por el agua
y el sol es feroz, y sembrar muchas plantas se presta a problemas. Viviana lo sabe, por eso está
midiendo. Son las siete de la mañana y el polar de la Vivi mantiene confortables
sus 37 años, el jean está húmedo y frío, pero ella está donde siempre quiso
estar, en un campo cerca de Timote, partido de Carlos Tejedor. Está ahí porque
antes estuvo su viejo, el Beto, que hizo sus primeros mangos arreglando las
bicicletas del pueblo y que se recibió de mecánico con cursos a distancia que
venían en correo.
El Beto de la
Cruz era un gringo alto, radical (de la Unión Cívica ) y que
caminaba sobre las Topper de lona porque, según él, eran las únicas que le
permitían andar sin joderle la espalda y hacer de sus pies unas empanadas. Con
su título a distancia se las rebuscaba arreglando tractores y camionetas del
partido de Carlos Tejedor. Las sucesivas crisis económicas y la inundación de
la provincia en los 80 fueron dejando a productores fuera del negocio. Como no
podían pagar sus deudas, dejaban la maquinaria vieja y arreglada por el Beto en
parte de pago. De la Cruz
no sabía qué hacer con tanto fierro y lo puso a laburar. Dejó el taller y se transformó
en contratista rural alquilando a los productores que sobrevivían sus servicios
de siembra y pulverización, como una fumigación. Hizo las cosas bien, puso a sus dos
nenas en la Universidad
de La Plata :
hijas de mecánico, salieron dos ingenieras. Vivi es la agrónoma.
Los que están en el agro y no mueren de viejos,
generalmente se van por temas relacionados con los nervios por los vaivenes del
clima y los precios, que les pegan directo en el sistema cardíaco, o estrolados
en un camino municipal/ruta provincial en pésimo estado. Al Beto le pasó lo
segundo, y Vivi dejó su laburo en un gigante del agro para comandar la
empresa familiar y poder estar más tiempo con los suyos.
Esta mañana, Viviana se está jugando una parte importante
del partido del año. La resiembra es cara, hay que aprovechar cada semilla, cada
centímetro cúbico de gasoil y cada metro cuadrado de ese campo que se devora en
alquileres el 30% del ingreso de Viviana. Por eso hace más de diez años que
tiene todos los campos que alquila milimétricamente mapeados con GPS.
Delimitando cada ambiente, dibujando cada loma. Ningún chacarero se hizo rico
regalando metros.
Viviana enciende el motor del tractor Deutz, que ruge como
un león en la pampa gringa, al que se les unen unos 244 mil más, según el
último censo rural disponible, que data de 2002. El de 2008 nunca publicó sus
resultados; naufragó en el mar de la burocracia. La última línea de defensa de
la macroeconomía argentina se dispone a sembrar los 20 millones de hectáreas
con el oro verde que tributa 35% cuando se exporta. Son, metros más metros menos, 30
millones de Bomboneras, pero vacías de hinchas. Viviana juega su partido sola,
tomando Rosamonte mientras escucha Radio Continental.
La agricultura moderna es, hoy
en día, la gestión del proceso de fotosíntesis utilizando métodos que están en
la frontera tecnológica y organizando el trabajo mediante una compleja red de
contratos que descansan sobre las instituciones del capitalismo. Para Viviana, esto suena un poco a
chino, pero no para los chinos, que todos los años le compran al país alrededor
de 200 barcos clase Panamax rebosantes de lo que será el alimento para todos
los bichos que van a parar al wok: cerdos, pollos y peces. Porque en China hace
ya mucho tiempo que el pescado no se pesca: se siembra en granjas y se engorda
con soja argentina. La mejor soja.
Cada barco
clase Panamax aguanta
65 mil toneladas. En solo tres barcos, por ejemplo, entra todo el helado que
los argentinos consumen en un año. En apenas 88, toda la nafta que consumen los
motores que circulan por el territorio nacional durante el año. La soja y sus derivados que
exporta la Argentina
al mundo cada campaña demandan 650 barcos Panamax. El segundo mercado en
importancia luego de China es la
India , con 60 barcos.El resto de los clientes está
atomizado, pero, en general, se ubican en África y en Asia. El Nuevo-Viejo
Mundo.
Hace doscientos años las ciudades eclipsaron
definitivamente la ruralidad. Lo nuevo, lo interesante, las luces, estaban en
la gran ciudad. Comenzó el primer proceso de migración hacia el pavimento,
excitante y seductor. El campo pasó a ser un objeto atractivo solo para
pintores románticos ingleses que se perdieron en el tiempo; dejó de ser un
sujeto de cambio. El hit tecnológico de la época eran el arado y la rotación de los
cultivos en las parcelas. El máximo cambio organizacional era alambrar los
campos para delimitar la propiedad de la tierra. Todo bastante soporífero, si se lo
compara con el incesante ritmo de las máquinas de tejer de Manchester y la
organización del trabajo en serie.
Durante las primeras décadas del siglo XX, con las
sociedades europeas sobreurbanizadas, nació el primer impulso para extender la
frontera agrícola, pero en Europa no había más tierra, y así se domesticaron las grandes
pampas globales. El disco de arado abrió por primera vez surcos en los Estados
Unidos, Australia y la
Argentina , donde
hasta el año 1898 todavía se importaba trigo. Sin embargo, el crepitar de la
hoguera de la locomotora y el motor de combustión interna eran las melodías
preferidas de los hombres.
La primera Revolución Verde fue
el hito que modificó más de 10 mil años de relación del hombre con la
agricultura. Norman
Borlaug transformó
un proceso ancestral: la domesticación de las plantas para encontrar aquellas
que pudieran producir más con menos. Con su equipo mixto de gringos y
mexicanos, desarrolló los primeros trigos enanos de alto rendimiento capaces
de resistir los embates de la roya, un hongo que reducía su producción de
semillas y, eventualmente, mataba la planta. El núcleo de su idea fue mover las
semillas por diferentes ambientes para aprovechar las distintas temperaturas,
lo que permitía plantar y cosechar dos veces por año. Esto desafiaba un viejo
mantra de los agrónomos: "Para elevar la energía de la semilla y así potenciar su
germinación, se la debe mantener en reposo luego de la cosecha. No se puede
utilizar la semilla inmediatamente". Gracias
al trabajo de los pioneros, México finalmente alcanzó el autoabastecimiento de
trigo en 1956. El gringo loco siguió de gira por India y Pakistán.
En 1970 le otorgaron el Premio
Nobel de la Paz
por su contribución en la lucha contra el hambre global. Se agitaba el avispero, pero lo mejor
estaba por venir. Viviana lo está sintiendo ahora, mientras siembra el
lote.
La segunda Revolución Verde -que
comenzó en los 80 y llegó al chacarero en los 90- fue más compleja que la
primera, ya que consistió en intervenir en la genética de las plantas a un nivel
superior. Estuvo
liderada por los equipos científicos de varias corporaciones trabajando a la
par de una red de universidades del Corn
Belt, los
estados intensamente agrícolas de los Estados Unidos.
El salto técnico implicaba no solo seleccionar las mejores
plantas de la especie midiendo sus atributos "desde fuera", como la
altura y la cantidad de espigas, granos o chauchas; ahora la mejora de las
variedades se daba en la estructura del ADN, mapeando los atributos de cada
gen, entendiendo qué papel jugaban en el desarrollo de las plantas; sin
embargo, la clave conceptual de esta revolución es la integración entre
plantas y agroquímicos, que trabajan en tándem. La transgénesis es la llave
para que esa unión sea posible. El
nuevo paquete tecnológico de agroquímicos y plantas hizo posible que se
ampliara la frontera agrícola una vez más. Gracias a esta revolución, Viviana
llegó a tierras históricamente yermas.
Así, el desierto se pobló de verde, y esta será la primera generación
de argentinos que entreguen a sus descendientes una tierra de mejor calidad que
la que recibieron de sus ancestros. Porque la segunda revolución permitió un
salto tecnológico adicional: la implantación de cultivos por siembra directa. Una técnica que transforma la
agricultura en una actividad aún más sustentable. Se basa en un concepto
conservacionista: sembrar sobre los desechos del cultivo anterior y tirar los
arados a la basura. Los profetas de la transición a la siembra directa -que
sucedió en forma extensiva en la
Argentina antes que en ninguna otra nación agrícola del
mundo- se llaman Víctor Trucco y Rogelio
Fogante. No lo
hicieron solos, pero hicieron mucho.
Víctor hoy tiene el pelo platinado y los años le dieron un
aire de gurú tranquilo. Conserva la timidez propia de los biólogos, pero tiene
la inquietud de los que se atropellan pensando nuevas ideas. Rogelio comparte
con Víctor una melena plateada y el mismo animal spirit. La relación de ambos con "la directa", como le dicen los
gringos, empezó en los 70. Eran investigadores de la Universidad Nacional
de Rosario y del INTA Marcos Juárez, respectivamente. Esa zona donde Córdoba se funde con
Santa Fe. Se conocían desde la militancia universitaria y estudiaban nuevas
técnicas de sembrado para disminuir la erosión de los suelos, como parte de un
programa del INTA en el cual cada científico podía dedicar un porcentaje de su
tiempo a la investigación libre. Los militares cumplían con la coherencia de
ser brutos y conservadores en amplios órdenes de la vida social, y el mundo
científico no era la excepción. Fue así como un interventor cuyo nombre pasó al
olvido despidió a Víctor y a Rogelio. Eran hippies.
No se rindieron y se guardaron en el campo a experimentar
con sembradoras locas que diseñaban con contratistas. Gringos, igual de gringos
que el Beto de la Cruz ,
pero del sur de Santa Fe. La cosa fue tomando forma, atrayendo cada vez a más
locos e interesando a los fabricantes locales de maquinaria agrícola, que
prestaron sus talleres para diseñar prototipos de sembradoras. Un día a fines de los 80, el
credo de "la directa" tomó impulso y construyó su iglesia, y la
bautizó Aapresid, Asociación Argentina de Productores en
Siembra Directa. Al
principio no había fondos, pero sobraban las ganas de experimentar. Así se
constituyó una red de productores que mediante ensayos le dieron a esta técnica
de implantación de cultivos el toque de distinción que necesitaba para ser
abrazada por la pampa gringa toda: sustentabilidad económica.
En la actualidad, la rastra de arado con sus discos que
parten la tierra, descompactándola y permitiendo que absorba más agua, es una
herramienta del pasado. Viviana se dio cuenta de que, apenas llovía, la tierra
se volvía a compactar en un mazacote al que no le entraba nada. La nueva agricultura conserva y
aumenta la riqueza del suelo aprovechando los rastrojos, que retienen humedad.
No es cosa de militantes verdes. Es
Viviana con la calculadora, viendo cómo todos los años mejora el rendimiento
por hectárea. Es el sistema de plantío de soja que se utiliza en más del 95%
del área sembrada de soja, este manto verde que se extiende sobre la pampa
gringa. Hoy, Aapresid tiene más de dos mil socios, que se reúnen todos los años
en agosto, en el puerto de Rosario, para recitar su credo científico,
compartiendo experiencias e intercambiando nuevas ideas.
Los meses transcurren, y el control de plagas drena la
billetera de la Vivi ,
que por segunda vez tiene que sacar a pasear al mosquito, mote que les pusieron los
chacareros a las "pulverizadoras autopropulsadas". Es que esos aparatos, con sus cabinas
elevadas a tres metros del suelo y sus alas anchas, parecen exactamente eso, un
mosquito, pero de ocho toneladas de fierro. Cada ala tiene alrededor de 15 metros , lo cual
permite alcanzar con la pulverizada un área mayor, y así se reduce la cantidad
de pasadas. Eso a la Vivi le encanta, porque gasta
menos plata en gasoil. El Toro Godoy
maneja el mosquito con maestría, como opera cada máquina que la metalmecánica
sacó al mercado durante los cincuenta años de vida de su piel curtida al sol,
made in Timote. El Toro agradece la revolución de las cabinas con aire
acondicionado. Pero Viviana, como el Toro, está preocupada.
La campaña 2012/13 no va a ser buena. No pudo usar las máquinas
a full porque en el oeste muchos caminos quedaron anegados: si bien los campos
altos drenaron bien y tenían humedad para sembrar, no se podía llegar a ellos.
Al final de la campaña 2011/12 cayó toda el agua que no había caído en el
verano, mientras el maíz se le hacía pochoclo de lo seco que estaba. Llegó
tarde, el maíz se perdió y los caminos quedaron inundados para el invierno. No
tuvo chances de hacer trigo ni cebada. La Vivi miraba los caminos como ríos y, paralelos a
ellos, los terraplenes secos sobre los que se asientan los rieles de los
ferrocarriles ingleses. Están así, altos y secos, porque los ingleses eran
previsores, y a fines de la década de 1880 la pampa húmeda atravesaba un ciclo
particularmente húmedo.
Mark
Lynas es el
fundador del movimiento global antitransgénico. Desde sus artículos en la
prensa inglesa describe un mundo con recursos naturales devastados por
agroquímicos y humanos en riesgo a causa del consumo de plantas modificadas
genéticamente. La principal crítica de los activistas antitransgénicos se
concentra en el "jugar a ser Dios", refiriéndose a la manipulación
del código genético de seres vivos para guiar el proceso de mutación genética
hacia donde el humano quiere (y necesita) y no hacia donde la naturaleza lo
lleva por un camino más sinuoso, más errático.
Antes convocaba a marchas para enfrentarse a este futuro
oscuro en el que el ser humano decidía sobre la evolución de las especies, pero
hoy Mark les pide a los farmers de
la reina que lo disculpen. En un video explica que, durante su militancia
contra las causas del calentamiento global, se comprometió a utilizar la misma
rigurosidad científica como argumento. Quiso aplicar la misma lógica a su
militancia contra los organismos genéticamente modificados por el hombre,
aquella que fue su primera experiencia como activista por la ecología. Las
conclusiones de ese autoataque de sinceridad científica son demoledoras. En sus propias palabras: "Lo que yo entendía por
peligroso era solo la deformación de la realidad rural a partir de la mitología
urbana".
De esta manera se sumó al abultado número de científicos
que sostienen que no hay evidencia de que los organismos genéticamente modificados
por el hombre sean nocivos, de
la misma forma en que no lo son todos los organismos que, a lo largo de más de
diez mil años de evolución, no se han mantenido puros. Siempre hubo
contaminación genética entre los seres vivos. La diferencia es que ahora son
los seres humanos los que guían el proceso.
Para Viviana lo que Mark dice no es nuevo. Ella sabe que el glifosato está clasificado por la Organización Mundial
de la Salud
como clase III y que utilizado de la forma correcta no representa daño alguno.
Sabe también que el glifosato es un herbicida no selectivo, que la ayuda a
controlar un número amplio de malezas que atacan los cultivos. Los "no selectivos" tienen
dos ventajas sobre los antiguos herbicidas selectivos: a) minimizan la cantidad
de agroquímicos utilizados y b) reducen las pasadas de las pulverizadoras, con
lo que se disminuye aún más la huella de carbono de la agricultura.
Las principales naciones agrícolas del mundo (Estados
Unidos, Brasil, Argentina y China) aprueban el cultivo y el uso de organismos
genéticamente modificados por el hombre, mientras que Europa se rehúsa a
plantarlos pero no a importarlos para alimentar a sus animales. Se calcula que, anualmente, Europa le compra al
resto del mundo unos 30 millones de toneladas de granos transgénicos para
alimentar a sus cerdos y pollos, que luego serán el almuerzo de sus habitantes.
Enero y febrero fueron buenos meses de lluvia, a los que
se les sumaron los precios altos luego de la pésima campaña estadounidense. Eso
le da aliento a Viviana. Los Estados Unidos producen el 25% del maíz del mundo,
y con una de las tres sequías más duras de la historia, los rendimientos de su
maíz promediaron una baja del 30%. Los precios del maíz arrastran los de la
soja, dado que, al sembrarse en la misma temporada, compiten por ocupar la
tierra. Los farmersgringos
conocen un solo incentivo: al igual que los chacareros argentinos, los
obsesiona el precio de lo que producen, y este se fija en mercados
internacionales. Ambos cultivos llegaron a récords históricos. El problema es grave en África, donde
una parte importante de sus importaciones son alimentos, que no pueden
producir, pero no porque les falte tierra o agua: les falta Viviana comandando
la producción con su know-how y
jóvenes con secundario completo para manejar las máquinas.
Pasaron seis meses y estamos en abril. Viviana coordina
con Aldo Rapetti, el cosechero, los detalles de la gruesa. Así es como los chacareros
llaman a la cosecha de verano, porque históricamente da grano más grande y en
mayor volumen.
Los cosecheros hace tiempo que dejaron el músculo humano y
lo cambiaron por el músculo del capital. Cada cosechadora importada cuesta unos 350 mil dólares (la local,
más o menos, 200 mil) y hay que hacerla rotar; por ese motivo, los cosecheros
las desarman y las suben a la ruta. Los que la tienen clara empiezan la cosecha
en el norte y bajan con el calor, levantando campo tras campo por todas las
provincias hasta llegar a Chivilcoy. Un poquito antes está Timote. Son un
mutante entre un mecánico, un colectivero, un ingeniero agrónomo y un contador.
Al laburo hay que hacerlo bien, y un cosechero que se precie no puede tener la
máquina parada. El reloj marca los segundos cuando se rompe una pieza, y la
hectárea que él no cosechó la cosecha otro. Viviana sabe que le tiene que regular
los incentivos al cosechero para que no le afane el grano o vaya a mucha
velocidad, lo que eleva la posibilidad de cometer errores. Esa es la causa por
la cual todos los cosecheros cobran un porcentaje del rinde.
El 80% de la cosecha argentina
se siembra a menos de 500
kilómetros del puerto, la bestia que se chupa casi todo
el grano que produce el país, y el alimento llega en camiones. Guillermo Medoc conduce el camión
viendo el amanecer y escuchando a Hermética. Calienta el cuerpo con un mate que
engaña la nutrición de sus esféricos 103 kilos hasta que se haga el mediodía y
pueda mordisquear el sándwich de milanesa de paleta que le hizo la china. La china
lo extraña mucho y pone el amor en esos 200 gramos empaquetados
en film. Los meses de cosecha gruesa lo ve poco, Guillermo tiene que hacer
rendir el camión de 700 mil pesos cuando el flete es más caro. En junio no gana
ni para cambiar las ruedas, ni hablar de la cuota del leasing del camión, con
cédula verde a nombre de un banco.
Guillermo lleva 30 toneladas de soja que salieron del
campo que alquila Viviana directo a una terminal en Timbúes, un puerto privado
al sur de Rosario. Una cosa es el físico y otra los papeles, porque Viviana a
esa soja la vendió en noviembre con el precio de mayo. Ese enroque digno de Michael
Fox en Volver
al futuro le permitió
asegurarse el precio de lo que hoy está cosechando unas semanas antes de
sembrarlo.
Además del agua, a Viviana le quitan el sueño los eventos
climáticos que dañan las plantas, como el granizo, la helada o los vientos
fuertes. Esos son riesgos controlados y ella tiene fresco en la memoria el
granizo que una noche de 1992 le estropeó a su padre un girasol espectacular de
3.000 kilos la hectárea. Un girasol tan genial que el gringo invitaba a sus
amigos a sacarse fotos porque no lo podía creer. Para no quedar supeditada a las
inclemencias del tiempo, contrata un seguro que le cubre las pérdidas; si bien
no gana lo mismo que cosechando la soja y vendiéndola, por lo menos no pierde
todo lo que invirtió si un lote es arrasado por el granizo. Pero Viviana también cumple a
rajatabla una regla impuesta por el Beto: jamás sacarse fotos con los
cultivos.
Para evitar la oscilación de precios de la soja, recurre a
dos herramientas. Por un lado, vende su producción a medida que incurre en
gastos; para esto utiliza el mercado de futuros agrícolas de Rosario, donde
tiene un operador de confianza al que no le conoce la cara. Ella, en
septiembre, unos meses antes de plantar, puede saber el precio de lo que va a
cosechar porque el mercado tiene un contrato, "Soja Mayo", que se
intercambia como si fuera una acción. Si le gusta el precio de "la
posición mayo", se compromete mediante ese contrato a entregar un
porcentaje de su producción a ese precio en mayo. A esto los gringos lo llaman
"fijar posición". La Vivi recibe en el celular la posición mayo una vez por hora, desde que
abre el mercado, a las diez de la mañana, hasta que cierra, a las tres de la
tarde.
Por otro lado, calza sus
principales costos con el precio del grano. Esto quiere decir que ella no paga
el alquiler de los campos en un número determinado de pesos; ella lo paga en
kilos de soja o, como se dice en la pampa gringa, en quintales, equivalentes a
cien kilos. De esta forma, el dueño del campo es un "socio en el riesgo
precio". Durante
los 90, con precios de commodities más bajos (la soja marcaba un promedio de
200 contra los 500 actuales), la modalidad más utilizada en el oeste era la de
porcentaje, o sea, una parte de lo producido. El dueño del campo era socio no
solo en el precio, sino también en el clima. Viviana no maneja números
absolutos, maneja márgenes. Obviamente prefiere un precio más alto, que, sobre
un porcentaje, deja un número más grande.
Cuando el camión de Guillermo Medoc entra en la terminal
de Timbúes tiene que hacer cola. El ritmo es febril, saturado por la afluencia
de la cosecha. Por año, toneladas más, toneladas menos, en 45 días llegan 50
millones a los puertos argentinos. La terminal de Timbúes, una de las cinco más grandes del país,
recibe cerca de cuatro millones de toneladas.
Guillermo estaciona el camión en una de las rampas
neumáticas y se baja. En unos pocos segundos la rampa se pone en 45° y los
miles de pelotitas de soja se lanzan en una carrera desenfrenada hacia los
silos subterráneos. Aproximadamente el 70% de los granos se procesa; el resto se
mantiene crudo. El
magma beige que será procesado pasa como un río hacia una cámara que lo
zarandea levemente para quitarle impurezas y luego lo humedece para sumarle un
poco de peso y sacarle "la piel".
Se calcula que el 80% de cada
poroto de riqueza argentina es harina, proteína vegetal pura, 19% es aceite,
energía, y solo 1% es residuo. Históricamente se pensó a la soja en Occidente
como una oleaginosa bastarda, porque tenía un bajo porcentaje de aceite (el
girasol roza el 45%).
Cuando el
Beto de la Cruz
era joven, el oeste era territorio del girasol, con capital nacional en Carlos
Casares. Con el correr del tiempo se dieron cuenta: el poroto milagroso era un
concentrado de proteína vegetal que, alimentando a vacas, cerdos, pollos y
pescados, generaba proteína animal. Porotos más, porotos menos, el 85% de esta
proteína se exporta, la comen bichitos de otros lados. El resto queda
acá.
El proceso por el cual el poroto de soja se divide en
harina y aceite requiere de elementos mecánicos, ya que se lo rebana en escamas
para elevar la superficie de contacto y se lo prensa.También requiere de procesos químicos, porque para extraerse una
mayor cantidad de aceite se utiliza hexano, y se le aplican procesos físicos de
variación de temperaturas para separar el hexano de la harina y el aceite.
El aceite va por dos tubos a toda velocidad: uno hacia un tanque
que lo guardará hasta que sea momento de llenar un barco o de usarse en la Argentina. Puede
leerse, en el envoltorio de un chocolate, "lecitina de soja".
El otro tubo atravesará un proceso de transesterificación,
que separa el aceite en dos componentes: biodiésel y glicerina. De los
subproductos de la soja, el biodiésel es el más utilizado localmente. Esto se
debe a la política del gobierno que estableció un corte obligatorio de gasoil
al 7%. Un porcentaje importante del biodiésel se exporta, y el cliente
preferido es España. El otro subproducto de la transesterificación se usa en la
pasta de dientes y el jabón. Ya antes de desayunar, en algún lugar de mundo se
está usando soja argentina.
Cargar un buque Panamax,
anclado a la orilla del Paraná, demora entre dos y tres días. De acuerdo con la
cotización del mar Báltico, el día de alquiler de uno de estos barcos es de 10
mil dólares y la multa por hacerlo esperar un día más de lo permitido es de 18
mil dólares. El ritmo
en la terminal es frenético. Ningún gerente quiere pagar ese día de multa. La
responsabilidad es compartida entre los equipos de la terminal portuaria y la
tripulación del Rodon Amarandon.
Sven comanda barcos hace más de veinte años. Es un sueco
fornido que habla un inglés rústico pero eficiente, el necesario para mantener
en línea a los treinta filipinos bajo su mando. El intercambio con Rubén, el
director de tráfico de la terminal, es breve y claro, en un inglés aún más
expeditivo. Los protocolos marítimos están diseñados para que un muchacho de
Karlskrona pueda comunicarse sin problemas con uno de Rosario. Para que el Karlskrona AIF y Rosario
Central jueguen un amistoso sin heridos en las tribunas ni en el campo de
juego.
Mientras tanto, Carlos Gualtieri y su familia se encargan del
reabastecimiento del barco. Carlos tiene 55 años y una barba candado frondosa
que ya vio pasar demasiados Panamax. Su mujer, Susana, hace cuatro días que
está preparando el cargamento de más de 400 empanadas de carne que han hecho de
Rosario uno de los puertos preferidos de los filipinos. En la barcaza acomoda
con sus hijos los barriles de gasoil que el barco usará para mantener el
suministro eléctrico. Achina los ojos para calcular cuántos metros cuadrados de
casco tiene el barco, porque mañana se alistará para barrer con mangueras a
presión gran parte de los crustáceos que tiene adosados. No es lo que le deja
más guita en el bolsillo, pero es el cigarrillo de su kiosco. Lo que le da
movimiento.
El viaje de Rosario hasta la Bahía de Dalian en China es
una ruta de 22 mil kilometros que toma aproximadamente cuarenta días con escala
en Ciudad del Cabo. El barco atraca en Dalian, en uno de los puertos más
impactantes del mundo, con más de 20 kilómetros de extensión, más o menos veinte
Timotes uno al lado del otro. Empieza la
descarga de los porotos; luego, la de la harina de soja. Su estadía en los
silos de la terminal será corta: miles de peces criados en granjas acuáticas
están hambrientos, necesitan que esa harina de soja sea procesada en míxers. El
cluster ictícola es una serie de cuadraditos sobre el mar, con más de 200 kilómetros de
longitud sobre la costa, y puede
verse desde Google Maps entre el "Dalian Port" y la frontera con Corea del Norte.
Hasta ahí llegó la soja argentina.
GENTILEZA DE:
muy buena informacion sobre la semilla de soja, saludos
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