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domingo, 13 de octubre de 2013

Soja argentina: La ruta del poroto milagroso

Sembrado en un campo de Timote, en la provincia de Buenos Aires, este lote de soja termina su recorrido entrando a China por el puerto de Dalian. Su destino: engordar peces. La cadena de valor detrás de la revolución tecnológica del campo. 

Por Iván Ordóñez


Empieza en una mañana fresca de noviembre. Viviana de la Cruz nivela la sembradora y, en ese sencillo acto, está decidiendo cuán profundo se enterrará la semilla de soja de esta campaña y cuántas plantas habitarán durante los próximos seis meses la hectárea de ese campo. Alrededor del tramo de la Ruta Nacional 5 que atraviesa la provincia de Buenos Aires, la densidad de siembra es alta comparada con la del Brasil, donde el sol y el agua permiten que la soja se desarrolle más robusta y frondosa. Allá, eso implica menor cantidad de plantas por metro cuadrado, cerca del 30% menos. En cualquier campo del planeta Tierra, la competencia por el agua y el sol es feroz, y sembrar muchas plantas se presta a problemas. Viviana lo sabe, por eso está midiendo. Son las siete de la mañana y el polar de la Vivi mantiene confortables sus 37 años, el jean está húmedo y frío, pero ella está donde siempre quiso estar, en un campo cerca de Timote, partido de Carlos Tejedor. Está ahí porque antes estuvo su viejo, el Beto, que hizo sus primeros mangos arreglando las bicicletas del pueblo y que se recibió de mecánico con cursos a distancia que venían en correo. 
El Beto de la Cruz era un gringo alto, radical (de la Unión Cívica) y que caminaba sobre las Topper de lona porque, según él, eran las únicas que le permitían andar sin joderle la espalda y hacer de sus pies unas empanadas. Con su título a distancia se las rebuscaba arreglando tractores y camionetas del partido de Carlos Tejedor. Las sucesivas crisis económicas y la inundación de la provincia en los 80 fueron dejando a productores fuera del negocio. Como no podían pagar sus deudas, dejaban la maquinaria vieja y arreglada por el Beto en parte de pago. De la Cruz no sabía qué hacer con tanto fierro y lo puso a laburar. Dejó el taller y se transformó en contratista rural alquilando a los productores que sobrevivían sus servicios de siembra y pulverización, como una fumigación. Hizo las cosas bien, puso a sus dos nenas en la Universidad de La Plata: hijas de mecánico, salieron dos ingenieras. Vivi es la agrónoma. 
Los que están en el agro y no mueren de viejos, generalmente se van por temas relacionados con los nervios por los vaivenes del clima y los precios, que les pegan directo en el sistema cardíaco, o estrolados en un camino municipal/ruta provincial en pésimo estado. Al Beto le pasó lo segundo, y Vivi dejó su laburo en un gigante del agro para comandar la empresa familiar y poder estar más tiempo con los suyos. 
Esta mañana, Viviana se está jugando una parte importante del partido del año. La resiembra es cara, hay que aprovechar cada semilla, cada centímetro cúbico de gasoil y cada metro cuadrado de ese campo que se devora en alquileres el 30% del ingreso de Viviana. Por eso hace más de diez años que tiene todos los campos que alquila milimétricamente mapeados con GPS. Delimitando cada ambiente, dibujando cada loma. Ningún chacarero se hizo rico regalando metros. 
Viviana enciende el motor del tractor Deutz, que ruge como un león en la pampa gringa, al que se les unen unos 244 mil más, según el último censo rural disponible, que data de 2002. El de 2008 nunca publicó sus resultados; naufragó en el mar de la burocracia. La última línea de defensa de la macroeconomía argentina se dispone a sembrar los 20 millones de hectáreas con el oro verde que tributa 35% cuando se exporta. Son, metros más metros menos, 30 millones de Bomboneras, pero vacías de hinchas. Viviana juega su partido sola, tomando Rosamonte mientras escucha Radio Continental. 

La agricultura moderna es, hoy en día, la gestión del proceso de fotosíntesis utilizando métodos que están en la frontera tecnológica y organizando el trabajo mediante una compleja red de contratos que descansan sobre las instituciones del capitalismo. Para Viviana, esto suena un poco a chino, pero no para los chinos, que todos los años le compran al país alrededor de 200 barcos clase Panamax rebosantes de lo que será el alimento para todos los bichos que van a parar al wok: cerdos, pollos y peces. Porque en China hace ya mucho tiempo que el pescado no se pesca: se siembra en granjas y se engorda con soja argentina. La mejor soja. 
Cada barco clase Panamax aguanta 65 mil toneladas. En solo tres barcos, por ejemplo, entra todo el helado que los argentinos consumen en un año. En apenas 88, toda la nafta que consumen los motores que circulan por el territorio nacional durante el año. La soja y sus derivados que exporta la Argentina al mundo cada campaña demandan 650 barcos Panamax. El segundo mercado en importancia luego de China es la India, con 60 barcos.El resto de los clientes está atomizado, pero, en general, se ubican en África y en Asia. El Nuevo-Viejo Mundo. 
Hace doscientos años las ciudades eclipsaron definitivamente la ruralidad. Lo nuevo, lo interesante, las luces, estaban en la gran ciudad. Comenzó el primer proceso de migración hacia el pavimento, excitante y seductor. El campo pasó a ser un objeto atractivo solo para pintores románticos ingleses que se perdieron en el tiempo; dejó de ser un sujeto de cambio. El hit tecnológico de la época eran el arado y la rotación de los cultivos en las parcelas. El máximo cambio organizacional era alambrar los campos para delimitar la propiedad de la tierra. Todo bastante soporífero, si se lo compara con el incesante ritmo de las máquinas de tejer de Manchester y la organización del trabajo en serie. 
Durante las primeras décadas del siglo XX, con las sociedades europeas sobreurbanizadas, nació el primer impulso para extender la frontera agrícola, pero en Europa no había más tierra, y así se domesticaron las grandes pampas globales. El disco de arado abrió por primera vez surcos en los Estados Unidos, Australia y la Argentina, donde hasta el año 1898 todavía se importaba trigo. Sin embargo, el crepitar de la hoguera de la locomotora y el motor de combustión interna eran las melodías preferidas de los hombres. 
La primera Revolución Verde fue el hito que modificó más de 10 mil años de relación del hombre con la agricultura. Norman Borlaug transformó un proceso ancestral: la domesticación de las plantas para encontrar aquellas que pudieran producir más con menos. Con su equipo mixto de gringos y mexicanos, desarrolló los primeros trigos enanos de alto rendimiento capaces de resistir los embates de la roya, un hongo que reducía su producción de semillas y, eventualmente, mataba la planta. El núcleo de su idea fue mover las semillas por diferentes ambientes para aprovechar las distintas temperaturas, lo que permitía plantar y cosechar dos veces por año. Esto desafiaba un viejo mantra de los agrónomos: "Para elevar la energía de la semilla y así potenciar su germinación, se la debe mantener en reposo luego de la cosecha. No se puede utilizar la semilla inmediatamente". Gracias al trabajo de los pioneros, México finalmente alcanzó el autoabastecimiento de trigo en 1956. El gringo loco siguió de gira por India y Pakistán.


En 1970 le otorgaron el Premio Nobel de la Paz por su contribución en la lucha contra el hambre global. Se agitaba el avispero, pero lo mejor estaba por venir. Viviana lo está sintiendo ahora, mientras siembra el lote. 
La segunda Revolución Verde -que comenzó en los 80 y llegó al chacarero en los 90- fue más compleja que la primera, ya que consistió en intervenir en la genética de las plantas a un nivel superior. Estuvo liderada por los equipos científicos de varias corporaciones trabajando a la par de una red de universidades del Corn Belt, los estados intensamente agrícolas de los Estados Unidos. 
El salto técnico implicaba no solo seleccionar las mejores plantas de la especie midiendo sus atributos "desde fuera", como la altura y la cantidad de espigas, granos o chauchas; ahora la mejora de las variedades se daba en la estructura del ADN, mapeando los atributos de cada gen, entendiendo qué papel jugaban en el desarrollo de las plantas; sin embargo, la clave conceptual de esta revolución es la integración entre plantas y agroquímicos, que trabajan en tándem. La transgénesis es la llave para que esa unión sea posible. El nuevo paquete tecnológico de agroquímicos y plantas hizo posible que se ampliara la frontera agrícola una vez más. Gracias a esta revolución, Viviana llegó a tierras históricamente yermas. 
Así, el desierto se pobló de verde, y esta será la primera generación de argentinos que entreguen a sus descendientes una tierra de mejor calidad que la que recibieron de sus ancestros. Porque la segunda revolución permitió un salto tecnológico adicional: la implantación de cultivos por siembra directa. Una técnica que transforma la agricultura en una actividad aún más sustentable. Se basa en un concepto conservacionista: sembrar sobre los desechos del cultivo anterior y tirar los arados a la basura. Los profetas de la transición a la siembra directa -que sucedió en forma extensiva en la Argentina antes que en ninguna otra nación agrícola del mundo- se llaman Víctor Trucco y Rogelio Fogante. No lo hicieron solos, pero hicieron mucho. 
Víctor hoy tiene el pelo platinado y los años le dieron un aire de gurú tranquilo. Conserva la timidez propia de los biólogos, pero tiene la inquietud de los que se atropellan pensando nuevas ideas. Rogelio comparte con Víctor una melena plateada y el mismo animal spirit. La relación de ambos con "la directa", como le dicen los gringos, empezó en los 70. Eran investigadores de la Universidad Nacional de Rosario y del INTA Marcos Juárez, respectivamente. Esa zona donde Córdoba se funde con Santa Fe. Se conocían desde la militancia universitaria y estudiaban nuevas técnicas de sembrado para disminuir la erosión de los suelos, como parte de un programa del INTA en el cual cada científico podía dedicar un porcentaje de su tiempo a la investigación libre. Los militares cumplían con la coherencia de ser brutos y conservadores en amplios órdenes de la vida social, y el mundo científico no era la excepción. Fue así como un interventor cuyo nombre pasó al olvido despidió a Víctor y a Rogelio. Eran hippies. 


No se rindieron y se guardaron en el campo a experimentar con sembradoras locas que diseñaban con contratistas. Gringos, igual de gringos que el Beto de la Cruz, pero del sur de Santa Fe. La cosa fue tomando forma, atrayendo cada vez a más locos e interesando a los fabricantes locales de maquinaria agrícola, que prestaron sus talleres para diseñar prototipos de sembradoras. Un día a fines de los 80, el credo de "la directa" tomó impulso y construyó su iglesia, y la bautizó Aapresid, Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa. Al principio no había fondos, pero sobraban las ganas de experimentar. Así se constituyó una red de productores que mediante ensayos le dieron a esta técnica de implantación de cultivos el toque de distinción que necesitaba para ser abrazada por la pampa gringa toda: sustentabilidad económica. 
En la actualidad, la rastra de arado con sus discos que parten la tierra, descompactándola y permitiendo que absorba más agua, es una herramienta del pasado. Viviana se dio cuenta de que, apenas llovía, la tierra se volvía a compactar en un mazacote al que no le entraba nada. La nueva agricultura conserva y aumenta la riqueza del suelo aprovechando los rastrojos, que retienen humedad. No es cosa de militantes verdes. Es Viviana con la calculadora, viendo cómo todos los años mejora el rendimiento por hectárea. Es el sistema de plantío de soja que se utiliza en más del 95% del área sembrada de soja, este manto verde que se extiende sobre la pampa gringa. Hoy, Aapresid tiene más de dos mil socios, que se reúnen todos los años en agosto, en el puerto de Rosario, para recitar su credo científico, compartiendo experiencias e intercambiando nuevas ideas. 
Los meses transcurren, y el control de plagas drena la billetera de la Vivi, que por segunda vez tiene que sacar a pasear al mosquito, mote que les pusieron los chacareros a las "pulverizadoras autopropulsadas". Es que esos aparatos, con sus cabinas elevadas a tres metros del suelo y sus alas anchas, parecen exactamente eso, un mosquito, pero de ocho toneladas de fierro. Cada ala tiene alrededor de 15 metros, lo cual permite alcanzar con la pulverizada un área mayor, y así se reduce la cantidad de pasadas. Eso a la Vivi le encanta, porque gasta menos plata en gasoil. El Toro Godoy maneja el mosquito con maestría, como opera cada máquina que la metalmecánica sacó al mercado durante los cincuenta años de vida de su piel curtida al sol, made in Timote. El Toro agradece la revolución de las cabinas con aire acondicionado. Pero Viviana, como el Toro, está preocupada. 
La campaña 2012/13 no va a ser buena. No pudo usar las máquinas a full porque en el oeste muchos caminos quedaron anegados: si bien los campos altos drenaron bien y tenían humedad para sembrar, no se podía llegar a ellos. Al final de la campaña 2011/12 cayó toda el agua que no había caído en el verano, mientras el maíz se le hacía pochoclo de lo seco que estaba. Llegó tarde, el maíz se perdió y los caminos quedaron inundados para el invierno. No tuvo chances de hacer trigo ni cebada. La Vivi miraba los caminos como ríos y, paralelos a ellos, los terraplenes secos sobre los que se asientan los rieles de los ferrocarriles ingleses. Están así, altos y secos, porque los ingleses eran previsores, y a fines de la década de 1880 la pampa húmeda atravesaba un ciclo particularmente húmedo. 

La Vivi está cansada después de un día de gira completo por las 1.500 hectáreas que opera. Es diciembre y la soja está "cerrando surco"; expresión en extremo visual propia de ingeniero agrónomo: entre hilera e hilera de soja hay un surco de tierra libre. Cuando la soja crece y pasa al estado R1-R2, se vuelve una planta que, con sus hojas, deja invisible esa tierra libre, cierra el surco. Fotosíntesis al palo, se aprovecha cada fotón y se hace poroto milagroso. Después de llevar a dormir a los nenes, Viviana se pone a chequear mails con la notebook en la cama. La señal del celular es pésima en el campo. Maxi, su marido, está en la misma. Desde Buenos Aires, un amigo le manda un link que la atrapa: Mark Lynas inauguró el Oxford Farm Show en Inglaterra pidiendo ser disculpado. Mark es un inglés de pelito corto colorado, flaco pero mofletudo, con anteojos sin marcos y una corbata un poco ridícula. Lo acompaña cierto aire soberbio de cosmopolitismo. 
Mark Lynas es el fundador del movimiento global antitransgénico. Desde sus artículos en la prensa inglesa describe un mundo con recursos naturales devastados por agroquímicos y humanos en riesgo a causa del consumo de plantas modificadas genéticamente. La principal crítica de los activistas antitransgénicos se concentra en el "jugar a ser Dios", refiriéndose a la manipulación del código genético de seres vivos para guiar el proceso de mutación genética hacia donde el humano quiere (y necesita) y no hacia donde la naturaleza lo lleva por un camino más sinuoso, más errático. 
Antes convocaba a marchas para enfrentarse a este futuro oscuro en el que el ser humano decidía sobre la evolución de las especies, pero hoy Mark les pide a los farmers de la reina que lo disculpen. En un video explica que, durante su militancia contra las causas del calentamiento global, se comprometió a utilizar la misma rigurosidad científica como argumento. Quiso aplicar la misma lógica a su militancia contra los organismos genéticamente modificados por el hombre, aquella que fue su primera experiencia como activista por la ecología. Las conclusiones de ese autoataque de sinceridad científica son demoledoras. En sus propias palabras: "Lo que yo entendía por peligroso era solo la deformación de la realidad rural a partir de la mitología urbana".  



De esta manera se sumó al abultado número de científicos que sostienen que no hay evidencia de que los organismos genéticamente modificados por el hombre sean nocivos, de la misma forma en que no lo son todos los organismos que, a lo largo de más de diez mil años de evolución, no se han mantenido puros. Siempre hubo contaminación genética entre los seres vivos. La diferencia es que ahora son los seres humanos los que guían el proceso. 
Para Viviana lo que Mark dice no es nuevo. Ella sabe que el glifosato está clasificado por la Organización Mundial de la Salud como clase III y que utilizado de la forma correcta no representa daño alguno. Sabe también que el glifosato es un herbicida no selectivo, que la ayuda a controlar un número amplio de malezas que atacan los cultivos. Los "no selectivos" tienen dos ventajas sobre los antiguos herbicidas selectivos: a) minimizan la cantidad de agroquímicos utilizados y b) reducen las pasadas de las pulverizadoras, con lo que se disminuye aún más la huella de carbono de la agricultura. 
Las principales naciones agrícolas del mundo (Estados Unidos, Brasil, Argentina y China) aprueban el cultivo y el uso de organismos genéticamente modificados por el hombre, mientras que Europa se rehúsa a plantarlos pero no a importarlos para alimentar a sus animales. Se calcula que, anualmente, Europa le compra al resto del mundo unos 30 millones de toneladas de granos transgénicos para alimentar a sus cerdos y pollos, que luego serán el almuerzo de sus habitantes. 
Enero y febrero fueron buenos meses de lluvia, a los que se les sumaron los precios altos luego de la pésima campaña estadounidense. Eso le da aliento a Viviana. Los Estados Unidos producen el 25% del maíz del mundo, y con una de las tres sequías más duras de la historia, los rendimientos de su maíz promediaron una baja del 30%. Los precios del maíz arrastran los de la soja, dado que, al sembrarse en la misma temporada, compiten por ocupar la tierra. Los farmersgringos conocen un solo incentivo: al igual que los chacareros argentinos, los obsesiona el precio de lo que producen, y este se fija en mercados internacionales. Ambos cultivos llegaron a récords históricos. El problema es grave en África, donde una parte importante de sus importaciones son alimentos, que no pueden producir, pero no porque les falte tierra o agua: les falta Viviana comandando la producción con su know-how y jóvenes con secundario completo para manejar las máquinas. 
Pasaron seis meses y estamos en abril. Viviana coordina con Aldo Rapetti, el cosechero, los detalles de la gruesa. Así es como los chacareros llaman a la cosecha de verano, porque históricamente da grano más grande y en mayor volumen. 
Los cosecheros hace tiempo que dejaron el músculo humano y lo cambiaron por el músculo del capital. Cada cosechadora importada cuesta unos 350 mil dólares (la local, más o menos, 200 mil) y hay que hacerla rotar; por ese motivo, los cosecheros las desarman y las suben a la ruta. Los que la tienen clara empiezan la cosecha en el norte y bajan con el calor, levantando campo tras campo por todas las provincias hasta llegar a Chivilcoy. Un poquito antes está Timote. Son un mutante entre un mecánico, un colectivero, un ingeniero agrónomo y un contador. Al laburo hay que hacerlo bien, y un cosechero que se precie no puede tener la máquina parada. El reloj marca los segundos cuando se rompe una pieza, y la hectárea que él no cosechó la cosecha otro. Viviana sabe que le tiene que regular los incentivos al cosechero para que no le afane el grano o vaya a mucha velocidad, lo que eleva la posibilidad de cometer errores. Esa es la causa por la cual todos los cosecheros cobran un porcentaje del rinde. 

El 80% de la cosecha argentina se siembra a menos de 500 kilómetros del puerto, la bestia que se chupa casi todo el grano que produce el país, y el alimento llega en camiones. Guillermo Medoc conduce el camión viendo el amanecer y escuchando a Hermética. Calienta el cuerpo con un mate que engaña la nutrición de sus esféricos 103 kilos hasta que se haga el mediodía y pueda mordisquear el sándwich de milanesa de paleta que le hizo la china. La china lo extraña mucho y pone el amor en esos 200 gramos empaquetados en film. Los meses de cosecha gruesa lo ve poco, Guillermo tiene que hacer rendir el camión de 700 mil pesos cuando el flete es más caro. En junio no gana ni para cambiar las ruedas, ni hablar de la cuota del leasing del camión, con cédula verde a nombre de un banco. 
Guillermo lleva 30 toneladas de soja que salieron del campo que alquila Viviana directo a una terminal en Timbúes, un puerto privado al sur de Rosario. Una cosa es el físico y otra los papeles, porque Viviana a esa soja la vendió en noviembre con el precio de mayo. Ese enroque digno de Michael Fox en Volver al futuro le permitió asegurarse el precio de lo que hoy está cosechando unas semanas antes de sembrarlo. 
La Vivi opera como un cirujano con dos riesgos: el clima y el precio de lo que vende. El clima es clave, porque determina cuántos kilos de soja va a rendir la hectárea. Una buena distribución de milímetros de agua a lo largo de los meses de plantío, combinada con un poco de energía solar, genera ese proceso de creación de materia que es la fotosíntesis. Los únicos seres vivos capaces de fotosintetizar son las plantas. Por eso los cerditos chinos necesitan de la soja argentina, porque los animales solo pueden transformar la energía solar en un buen bronceado. 
Además del agua, a Viviana le quitan el sueño los eventos climáticos que dañan las plantas, como el granizo, la helada o los vientos fuertes. Esos son riesgos controlados y ella tiene fresco en la memoria el granizo que una noche de 1992 le estropeó a su padre un girasol espectacular de 3.000 kilos la hectárea. Un girasol tan genial que el gringo invitaba a sus amigos a sacarse fotos porque no lo podía creer. Para no quedar supeditada a las inclemencias del tiempo, contrata un seguro que le cubre las pérdidas; si bien no gana lo mismo que cosechando la soja y vendiéndola, por lo menos no pierde todo lo que invirtió si un lote es arrasado por el granizo. Pero Viviana también cumple a rajatabla una regla impuesta por el Beto: jamás sacarse fotos con los cultivos. 
Para evitar la oscilación de precios de la soja, recurre a dos herramientas. Por un lado, vende su producción a medida que incurre en gastos; para esto utiliza el mercado de futuros agrícolas de Rosario, donde tiene un operador de confianza al que no le conoce la cara. Ella, en septiembre, unos meses antes de plantar, puede saber el precio de lo que va a cosechar porque el mercado tiene un contrato, "Soja Mayo", que se intercambia como si fuera una acción. Si le gusta el precio de "la posición mayo", se compromete mediante ese contrato a entregar un porcentaje de su producción a ese precio en mayo. A esto los gringos lo llaman "fijar posición". La Vivi recibe en el celular la posición mayo una vez por hora, desde que abre el mercado, a las diez de la mañana, hasta que cierra, a las tres de la tarde. 


Por otro lado, calza sus principales costos con el precio del grano. Esto quiere decir que ella no paga el alquiler de los campos en un número determinado de pesos; ella lo paga en kilos de soja o, como se dice en la pampa gringa, en quintales, equivalentes a cien kilos. De esta forma, el dueño del campo es un "socio en el riesgo precio". Durante los 90, con precios de commodities más bajos (la soja marcaba un promedio de 200 contra los 500 actuales), la modalidad más utilizada en el oeste era la de porcentaje, o sea, una parte de lo producido. El dueño del campo era socio no solo en el precio, sino también en el clima. Viviana no maneja números absolutos, maneja márgenes. Obviamente prefiere un precio más alto, que, sobre un porcentaje, deja un número más grande. 
Cuando el camión de Guillermo Medoc entra en la terminal de Timbúes tiene que hacer cola. El ritmo es febril, saturado por la afluencia de la cosecha. Por año, toneladas más, toneladas menos, en 45 días llegan 50 millones a los puertos argentinos. La terminal de Timbúes, una de las cinco más grandes del país, recibe cerca de cuatro millones de toneladas. 
Guillermo estaciona el camión en una de las rampas neumáticas y se baja. En unos pocos segundos la rampa se pone en 45° y los miles de pelotitas de soja se lanzan en una carrera desenfrenada hacia los silos subterráneos. Aproximadamente el 70% de los granos se procesa; el resto se mantiene crudo. El magma beige que será procesado pasa como un río hacia una cámara que lo zarandea levemente para quitarle impurezas y luego lo humedece para sumarle un poco de peso y sacarle "la piel". 
Se calcula que el 80% de cada poroto de riqueza argentina es harina, proteína vegetal pura, 19% es aceite, energía, y solo 1% es residuo. Históricamente se pensó a la soja en Occidente como una oleaginosa bastarda, porque tenía un bajo porcentaje de aceite (el girasol roza el 45%).


 Cuando el Beto de la Cruz era joven, el oeste era territorio del girasol, con capital nacional en Carlos Casares. Con el correr del tiempo se dieron cuenta: el poroto milagroso era un concentrado de proteína vegetal que, alimentando a vacas, cerdos, pollos y pescados, generaba proteína animal. Porotos más, porotos menos, el 85% de esta proteína se exporta, la comen bichitos de otros lados. El resto queda acá. 
El proceso por el cual el poroto de soja se divide en harina y aceite requiere de elementos mecánicos, ya que se lo rebana en escamas para elevar la superficie de contacto y se lo prensa.También requiere de procesos químicos, porque para extraerse una mayor cantidad de aceite se utiliza hexano, y se le aplican procesos físicos de variación de temperaturas para separar el hexano de la harina y el aceite. 

El aceite va por dos tubos a toda velocidad: uno hacia un tanque que lo guardará hasta que sea momento de llenar un barco o de usarse en la Argentina. Puede leerse, en el envoltorio de un chocolate, "lecitina de soja". 
El otro tubo atravesará un proceso de transesterificación, que separa el aceite en dos componentes: biodiésel y glicerina. De los subproductos de la soja, el biodiésel es el más utilizado localmente. Esto se debe a la política del gobierno que estableció un corte obligatorio de gasoil al 7%. Un porcentaje importante del biodiésel se exporta, y el cliente preferido es España. El otro subproducto de la transesterificación se usa en la pasta de dientes y el jabón. Ya antes de desayunar, en algún lugar de mundo se está usando soja argentina. 
Cargar un buque Panamax, anclado a la orilla del Paraná, demora entre dos y tres días. De acuerdo con la cotización del mar Báltico, el día de alquiler de uno de estos barcos es de 10 mil dólares y la multa por hacerlo esperar un día más de lo permitido es de 18 mil dólares. El ritmo en la terminal es frenético. Ningún gerente quiere pagar ese día de multa. La responsabilidad es compartida entre los equipos de la terminal portuaria y la tripulación del Rodon Amarandon. 
Sven comanda barcos hace más de veinte años. Es un sueco fornido que habla un inglés rústico pero eficiente, el necesario para mantener en línea a los treinta filipinos bajo su mando. El intercambio con Rubén, el director de tráfico de la terminal, es breve y claro, en un inglés aún más expeditivo. Los protocolos marítimos están diseñados para que un muchacho de Karlskrona pueda comunicarse sin problemas con uno de Rosario. Para que el Karlskrona AIF y Rosario Central jueguen un amistoso sin heridos en las tribunas ni en el campo de juego. 
Mientras tanto, Carlos Gualtieri y su familia se encargan del reabastecimiento del barco. Carlos tiene 55 años y una barba candado frondosa que ya vio pasar demasiados Panamax. Su mujer, Susana, hace cuatro días que está preparando el cargamento de más de 400 empanadas de carne que han hecho de Rosario uno de los puertos preferidos de los filipinos. En la barcaza acomoda con sus hijos los barriles de gasoil que el barco usará para mantener el suministro eléctrico. Achina los ojos para calcular cuántos metros cuadrados de casco tiene el barco, porque mañana se alistará para barrer con mangueras a presión gran parte de los crustáceos que tiene adosados. No es lo que le deja más guita en el bolsillo, pero es el cigarrillo de su kiosco. Lo que le da movimiento. 


El viaje de Rosario hasta la Bahía de Dalian en China es una ruta de 22 mil kilometros que toma aproximadamente cuarenta días con escala en Ciudad del Cabo. El barco atraca en Dalian, en uno de los puertos más impactantes del mundo, con más de 20 kilómetros de extensión, más o menos veinte Timotes uno al lado del otro. Empieza la descarga de los porotos; luego, la de la harina de soja. Su estadía en los silos de la terminal será corta: miles de peces criados en granjas acuáticas están hambrientos, necesitan que esa harina de soja sea procesada en míxers. El cluster ictícola es una serie de cuadraditos sobre el mar, con más de 200 kilómetros de longitud sobre la costa, y puede verse desde Google Maps entre el "Dalian Port" y la frontera con Corea del Norte. Hasta ahí llegó la soja argentina

GENTILEZA DE:

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